miércoles, 9 de junio de 2021

024 PRELUDIO

 

Axas estaba sentado a la mesa de la cocina del apartamento de Ivo Nag, absorto en la lectura de varias notas relativas a la operación que habían llevado a cabo unos días antes, justo cuando Dovat lo sobresaltó al sentarse de golpe en la silla en frente a él.

"¡Ajá!"

Su hermana se había dejado caer sobre la silla y sostenía con ademán triunfal un huevo sostenido entre su índice y su pulgar. Axas sonrió levemente.

"Enhorabuena, el tercero que consigues no romper."

"Es más que eso hermanito, fíjate."

La concentración marcó el rostro de Dovat. Su lengua asomó entre los labios, un gesto que había tenido desde niña cuando centraba su atención totalmente en algo. En su mano, la cáscara del huevo se agrietó, pero sin llegar a romperse del todo.

"Y ahora lo has roto...", dijo Axas.

"Es más que eso, no lo he reventado del todo, es..."

"Aplicación de fuerza controlada, un gran avance", interrumpió la voz de Ivo Nag.

El viejo phalkata entró en la cocina vistiendo una bata verde de cirugía salpicada de manchurrones parduzcos y negros, y con las plumas de sus antebrazos enrojecidas y húmedas hasta la altura del codo. Pese a ello parecía siniestramente jovial, aunque esa era su disposición la mayor parte del tiempo.

Los dos mellizos se le quedaron mirando. El doctor se percató y devolvió su mirada con un gesto interrogante antes de levantar sus pobladas cejas y señalarse a sí mismo.

"Ah, todo esto... tranquilos, he tenido que lidiar con una operación de última hora esta madrugada", explicó, "Un cliente difícil. No quiso pagar lo acordado, así que..."

"Ay dioses", musitó Axas.

"Oh, no, tranquilos, no lo he matado. Simplemente me limité a deshacer todo el procedimiento quirúrgico y dejarlo tirado por ahí. Nada grave."

Que Ivo Nag considerase dicho marco de acción como "nada grave" decía mucho de la clase de persona que era y de la clase de vida que se llevaba en La Zanja. Haciendo caso omiso de la incomodidad de su aspecto, el doctor procedió a asearse en la zona destinada al fregado de platos y cubiertos. Tanto Axas como Dovat tuvieron que reprimir náuseas. Ivo Nag se limitó a graznar quedamente.

"Sé lo que estáis pensando y no hay de qué preocuparse", dijo, "El sistema de regulación del laboratorio ya ha esterilizado todo, solo queda limpiar los restos físicos."

"¿Y no podía hacer eso precisamente en el laboratorio?", preguntó Dovat, ligeramente exasperada.

"Cielos, no... ¿y arriesgarme a manchar el instrumental?", dijo Nag antes de volverse de nuevo hacia los hermanos. 

Mientras Axas se llevaba frustrado la mano a la frente susurrando algo sobre prioridades, el phalkata se sentó junto a Dovat y observó con atención el huevo que ésta había dejado sobre la mesa, "Aún con todo es un logro notable que ya hayas llegado a este nivel de control en tan pocos días. Queda mucho por recorrer, pero está claro que cuentas con los rudimentos mínimos para mantener tu poder a raya de tal forma que puedes interactuar normalmente con tu entorno."

"Seguramente podrás saludar a alguien con un estrechar de manos sin temor a convertir sus huesos en arena o arrancarle el brazo de cuajo", dijo Axas.

Dovat asintió, "Pero ahora queda aprender a hacer lo contrario."

"Si. Aprender a dominar tu poder explotándolo al máximo. Tenemos que constatar cuáles son tus límites físicos y tenerlos bien claros y presentes. Y sólo cuando hayamos conseguido eso procederemos a la activación de la llave mórfica, y no antes."

Dovat se llevó la mano a su esternón, rozando la pequeña esfera injertada en su piel. La inflamación en la carne a su alrededor había desaparecido ya.

Desde que despertó tras el procedimiento, la había sentido de forma constante. No era tanto una sensación física, de incomodidad o extrañeza como la que podía derivar de injertos cibernéticos o el uso de prótesis. La verdad es que apenas notaba la sensación de la esfera como un objeto extraño adherido a su cuerpo.

Era algo más sutil. Casi como si percibiese una presencia, algo consciente reposando en la trastienda de su mente, esperando una señal. Por una parte no podía sino pensar en ello de forma consciente como algo ligeramente alarmante. Cuando elaboraron el procedimiento nunca habían determinado posibles consecuencias psicológicas o neuronales más allá de las derivadas de una alteración física directa a su cerebro.

Notar una suerte de una presencia viva, distinta a ti misma como polizonte en tu cuerpo, había sido algo inesperado.

Y a pesar de todo ello, una parte de Dovat no podía evitar sentirse... reconfortada. Había una calidez en aquella presencia. Podía sentir como todo el nuevo poder que recorría su cuerpo, aún estando contenido, procedía de allí.

Ivo Nag había mencionado que el Nexo era algo vivo, y que en los casos de las llaves mórficas previas había reaccionado con rechazo a los sujetos de pruebas. Dovat estaba casi segura de que era aquello lo que estaba sintiendo, pero de momento nada parecía indicar rechazo o síntomas adversos.

Estaba sana, era más fuerte que nunca, y las únicas incomodidades de momento habían sido el tener que encontrar ropa para su nueva talla y consumir el triple de comida de antes.

Si dicha cordialidad o tregua de la fuente de su nuevo poder hacia ella se mantenía después de una activación propiamente dicha de la llave mórfica...

Bueno, eso es un río que habrá que cruzar cuando llegue el momento, pensó.

El momento seguramente no sería hasta dentro de unas semanas. El plan de Ivo Nag consistía en trasladarse los días próximos a una residencia de su propiedad alejada del centro urbano, un área con campo abierto para poner a prueba sus capacidades físicas hasta el extremo antes de afrontar el último paso y llevar a cabo la prueba final.

Entonces, y solo entonces, llegaría el momento de activar la llave mórfica.

Esa hubiese sido la situación ideal. Por desgracia nunca iba a llegar a producirse. El destino no entiende de conveniencia, ni de planes, ni de seguridad.

El destino era condenadamente grosero, llegaba sin avisar, y se había propuesto que Dovat tendría que afrontar su prueba en cuestión de menos de una hora.

 

******

 

Había algo casi poético en que comenzase en una encrucijada de caminos.

Un rincón apartado y olvidado de La Zanja, como tantos otros. Un punto de convergencia de cuatro callejuelas que en otro tiempo, antes de que los ricos y poderosos construyeran la enorme plataforma residencial sobre la ciudad antigua, seguramente hubiese sido una pequeña plazoleta circular en el centro de la primigenia urbe. Los restos marmóreos de lo que otrora fue una fuente parecían demostrarlo.

Al mendigo, un viejo angamot de cornamenta desgastada, le gustaba el lugar.

No tenía nombre. Bueno, sería más apropiado aclarar que sí tenía nombre, pero a nadie le importaba. Ni siquiera a él mismo, hasta el punto de que estaba a dos botellas de licor de olvidarlo de forma definitiva, aunque aquello él no podía saberlo seguro.

La cuestión es que no era nadie. Uno de tantos. Vidas rotas como la suya abundaban en La Zanja y en los niveles más bajos de las grandes zonas urbanas de Cias.

A veces personas como él tenían suerte y despertaban el interés de alguien con medios que buscaba mano de obra barata. La vida como siervo podía ser buena si el amo de turno no era un absoluto bastardo. Pero de la misma forma, otros tantos podían terminar convirtiéndose en presa fácil de intereses más siniestros incluso que una vida de servidumbre forzosa.

Decían que los ricos ya no practicaban las antiguas cacerías, pero las viejas historias seguían circulando.

De todas formas, la gran mayoría se pudría en las calles malviviendo de sobras, robo o limosnas, como él. Olvidados, los llamaban algunos. Sombras que malvivían por las calles, abandonados por la Señora Fortuna y los dioses de cualesquiera que fuese su panteón, aunque era algo valiente asumir que allá abajo se pudiese creer en dioses.

Incluso había oído rumores. Rumores de gente como él que había descendido aún más, por debajo de la vieja ciudad. A las antiguas galerías, al antiguo alcantarillado. Buscando refugio en una oscuridad perpetua de la que nunca volverían a salir, convirtiéndose en víctimas de lo que quiera que viviese allí abajo.

En Cias había oído historias así mucho antes de su caída en desgracia, en su vieja vida de cuando aún era un miembro de la sociedad relativamente próspero. Retazos de esa existencia aún aparecían de vez en cuando en el fondo de su cabeza trayendo consigo únicamente amargura, dolor y rabia. El alcohol y las drogas ayudaban a mantenerlos a raya.

Pero la cuestión es que conocía esos cuentos de miedo. 

Por eso siempre había evitado los túneles, las viejas estaciones subterráneas y los desagües. En los días más adversos sabía que muchos los usaban de refugio, pero la luz apenas llegaba a esos lugares y no quería arriesgarse a quedarse dormido en uno de ellos para despertar sintiendo una zarpa húmeda agarrando su rostro.

Por eso le gustaba la vieja plazoleta.

Estaba en uno de los sectores más antiguos de la ciudad. Aquel lugar ya era viejo antes de que se construyese la ciudad alta ¡Los edificios estaban construidos en piedra, por todos los infiernos! Cias era un mundo colonial ¿quién demonios construyó una ciudad de forma artesanal allí hace siglos en vez de usar viviendas modulares? Ni lo sabía ni le importaba, no más allá del refugio que ofrecía.

Los viejos edificios en torno a la vieja plazoleta gozaban de soportales y muros bajos. No eran una grandísima defensa, pero lo mantenían oculto, seco y a salvo de los elementos. Todo ello combinado con el escaso número de personas que se aventuraban por aquel área convertían el lugar en un paraíso para los que como él buscaban abrigo sin querer hundirse totalmente en las tinieblas.

Y allí se encontraba. Era de día y la luz solar caía filtrada y atenuada sobre la vieja fuente de piedra derruida. El mendigo sin nombre estaba recostado a la sombra de uno de los soportales, sosteniendo un petate casi vacío intentando evitar preguntarse cómo llenarlo de cara al futuro.

Al menos no tenía que preocuparse por comer. Diversos artrópodos jugosos de tamaño decente abundaban por allí, sobre todo en las áreas parcialmente inundadas.

Dio un último sorbo a su petate, observando la poca luz que llegaba del cielo tapado por la ciudad alta. Por un instante, la fuente pareció brillar. Se incorporó un poco, adelantando su cuerpo para intentar enfocar mejor su vista. Quizá había algo brillante allí emitiendo reflejos y que justificase el echar un vistazo.

El destello de luz se produjo de nuevo y se dio cuenta de que no era nada reflejándose en la fuente. 

Eran como pequeñas volutas de luz verde, casi cristalina, chisporroteando en el aire. Algún tipo de luciérnaga fue lo primero que pensó, pero más y más comenzaron a surgir de la nada, y a girar sobre si mismas.

El resplandor de su luz esmeralda se intensificó y se concentró. Un olor a ozono impregnó el aire. No hubo una gran descarga de poder, ni ningún ruido atronador y, aparte de una distorsión visual del espacio que hizo que el centro de la plazoleta pareciese vibrar en los instantes previos, lo único que percibió la cansada vista del mendigo fue como aquellas volutas de luz se expandían y fusionaban.

Hasta que dejaron un único disco de luz, de un color verde enfermizo. Flotaba en el aire unos pocos pies por encima del suelo y emitía un zumbido rítmico. 

Era como el latido de algo vivo.

El mendigo se levantó, pasmado. En cierto modo sabía qué era lo que tenía delante. Los portales eran algo más que teoría, habían sido usados como transporte en ocasiones... pero nunca había visto uno en persona. No tan de cerca.

Se preguntó quién demonios querría viajar a un estercolero como aquel usando algo tan trabajoso como un portal.

Recibió su respuesta cuando la primera de las criaturas salió del disco de luz verdosa. 

El mendigo sólo tuvo unos pocos segundos para razonar qué era el ser que se abalanzaba sobre él, seguido por otros similares emergiendo del portal de forma explosiva como el pus de una herida infectada.

Unos pocos segundos antes de que la parte superior de su torso fuese arrancada de cuajo por el primer dron garmoga en Cias.

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