Avarra.
Keket sonrió al oír el crujido del
suelo cristalizado bajo sus pies.
La Reina de la Corona de Cristal Roto
no necesitaba respirar. No lo había necesitado desde hace eones. Pero se
permitió cerrar sus ojos y tomar aire por su nariz, apreciando el aroma de la
destrucción a su alrededor al tiempo que deleitaba a sus oídos con la cacofonía
resultante.
En los cielos, su pirámide, su tumba
original, había descendido a las capas más bajas de la atmósfera para hacer
compañía a su hermana menor de mayor tamaño, cabeza de lanza de su ataque en
aquel mundo.
Podía sentirlas, una hacia el norte,
la otra ya cercana al ecuador del planeta. Podía oír los gritos del metal
desgarrado de las naves de la enorme flota que rodeaba Avarra intentando frenarlas.
Sus pirámides habían comenzado a arrojar pilares con esquirlas a las mismas
naves de la armada del Concilio, y Keket pudo saborear el pánico creciente del enemigo a través del
Canto.
El Canto se estaba volviendo más
fuerte en aquel rincón del cosmos y supuso un bálsamo a la puñalada de dolor
que sintió un par de horas antes con la destrucción de su primer territorio
tomado. Crecía hora tras hora, cuando sus esquirlas tomaban a más y más
habitantes de Avarra en su seno.
Rezagados de la evacuación, necios
cegados por la falsa seguridad de sus refugios, soldados enviados a la
superficie para frenar su avance… Todos caían más pronto que tarde. Todos se
alzaban de nuevo como una voz recién nacida en el coro.
Keket abrió de nuevo sus ojos,
saliendo de su ensimismamiento, y centró de nuevo todos sus sentidos en su
labor.
Se encontraba en el centro del cráter
que su propio poder había creado al arrasar de un único ataque la
ciudad-capital del planeta. Varios miles de kilómetros cuadrados se habían
convertido en un erial cristalizado que se hundía hacia su centro.
Solo en los bordes se conservaban aún
restos dañados de las infraestructuras y edificaciones de lo que había sido una
gigantesca urbe.
Keket había destruido la ciudad y
creado aquel enorme cráter de miles de kilómetros de envergadura por dos razones.
La primera era, de forma bastante
obvia y tosca si debía admitirlo, una mera muestra de fuerza. El miedo debía
haber surtido mejor efecto del esperado porque la flota del Concilio ni
siquiera había intentando mandar a ninguna nave a por ella, eligiendo centrarse
en asegurar su dominio del aire y otras zonas del planeta. Y fallando en ello.
La segunda razón…
Keket llevó su mano a su frente ya
acarició el fragmento quebrado de su corona. No había sido aquí, hace ya tanto
tiempo, donde la perdió. Tampoco era aquí donde perdió su rastro tras matar a
los dos últimos Rangers del escuadrón que había tenido el atrevimiento de
herirla.
Pero podía sentirla en Avarra, en ese
mundo. La pieza perdida de su corona cuya ausencia tanto había mermado su poder.
Cuando la tuviese de nuevo consigo… si, eso garantizaría su victoria sin nada
que pudiese ponerla en duda.
Arrodillándose, Keket posó su mano
derecha sobre el suelo y se concentró. El cristal ambarino de su corona
quebrada brilló por un instante para luego perder su color, ennegrecido por una
sombra interior.
Una energía invisible fluyó de la
corona hasta el brazo de Keket, y descendió a través del mismo hasta la palma
de su mano y las puntas de sus dedos. Y desde ahí, se hundió en el suelo y un
eco del Canto comenzó a reverberar por el planeta.
Algo respondió, un sonido quedo, un
eco de dolor apagado en lo profundo. Keket sonrió de nuevo, sabiendo que estaba
más cerca que nunca de…
Los pensamientos de celebración de la
Reina se cortaron en seco cuando una descarga de plasma comprimido estalló
justo en su sien izquierda, envolviéndola a ella y todo a su alrededor en un
radio de cinco metros en una bola de fuego azulado.
Más disparos similares de unieron, sin
dar cuartel.
Los soldados responsables iniciaron el ataque desde el mismo momento en que abandonaron sus lanzaderas, las cuales alzaron el vuelo dejándolos atrás en busca de un área de espera más segura.
Se trataba de al menos una
docena de tropas de asalto blindadas del Concilio, todos miembros de distintas
especies dado lo variado de sus estaturas y morfología a pesar de lo
homogeneizante de sus uniformes, dejándose caer sin agarre y confiando en sus
armaduras tácticas para absorber el impacto contra el suelo, abriendo fuego sobre la
enemiga mientras descendían.
Quizá creían que era una esquirla
cualquiera. Quizá sabían quién era pero no habían tomado consciencia de a qué se
enfrentaban realmente.
Incluso tras tocar tierra siguieron disparando al mismo punto en
el centro del cráter en el que ella se había encontrado, comenzando a reagruparse en formación.
El jefe de escuadrón, con un sello
dorado distintivo en su hombrera izquierda, alzó el puño en una señal de alto
el fuego. Los disparos cesaron, pero no lo hizo la vigilancia del grupo,
manteniendo sus armas apuntadas a lo que era ahora una nube de humo y escombros
comenzando a disiparse.
Finalmente, un contacto visual fue
posible con la posición del objetivo. Por desgracia no pudieron celebrar su éxito pues el punto del cráter
que acaban de arrasar estaba totalmente desierto.
Uno de los soldados situado en la
retaguardia, un barteisoom de cuatro brazos que a pesar de su altura era el más
joven del destacamento, se atrevió a romper el silencio…
“Joder… ¿La hemos volatilizado?”,
preguntó con un susurro.
“No”, respondió una voz femenina, alta
y clara, a sus espaldas, “Y lo que habéis hecho ha sido muy grosero.”
El joven soldado sintió un dolor
punzante y frío. Notó como sus pies se despegaban del suelo cuando alguien a su
espalda lo levantó con una fuerza descomunal.
Por algún motivo eso le causó más
extrañeza que el afilado aguijón de
cristal que había surgido en su pecho desde su espalda, atravesando su armadura
blindada como si esta fuese tan blanda como una nube. Afortunadamente no llegó
a sentir el dolor… y si lo hizo, duró poco. Pudo oír los gritos de sus compañeros
replegándose, y nuevos disparos, nuevos muros de fuego estallando, pero eran un
sonido y una sensación cada vez más lejanos…
…
no como esas otras voces. Le daban la bienvenida, cantando. Quería unirse a
ellas.
Keket pudo sentir el murmullo de una
nueva esencia uniéndose al Canto, proveniente del soldado al que había ensartado por
la espalda tras emerger desde la masa cristalina del suelo.
Parece
que será una hermosa nueva voz, se dijo, al tiempo que lo dejaba
caer inerte al suelo y dirigía su atención al resto de sus atacantes.
No había en ella ningún rasguño
visible ni la más miserable señal de que hace unos segundos había sido
alcanzada de lleno en el rostro por un disparo de una de las armas
unipersonales más potentes de la galaxia.
Uno de los soldados gritó algo, con
furia. Keket desconocía si se trataba del nombre de su camarada o era un
exabrupto malsonante dirigido a ella. Bueno, no le importaba demasiado.
Púas cristalinas emergieron del cuerpo
de la Reina Crisol y volaron, dispersándose por el aire y empalando al menos a
otros cinco combatientes, quienes cayeron emitiendo gritos de ahogado dolor. Torso,
gargantas, cabezas… no importaba cuánto variasen morfológicamente, en muchas especies
esas eran áreas siempre importantes. Siempre vitales.
El resto del escuadrón se había
replegado, aumentando la distancia entre ellos y Keket. De los seis soldados
aún en pie, unos habían esquivado las púas de cristal por pura fortuna. Otros,
como el jefe del escuadrón, habían dado muestras de reflejos y talento innato.
Keket les habría aplaudido y hasta concedido
una mísera cantidad de respeto, pero la triste realidad era que a pesar de sus
virtudes, suponían poco menos que una distracción divertida.
“Lo siento”, dijo la Reina con un
suspiro de hastío, “Distáis mucho de ser un reto digno de consideración.”
Los soldados no respondieron. El jefe
de escuadrón ladró una orden alta y cristalina.
“¡Fuego! ¡Con todo!”
“Y la verdad”, prosiguió Keket como si no hubiese oído la orden de ataque, “Me
estáis haciendo perder el tiempo, por escaso divertimento que podáis
proporcionarme.”
Los seis soldados supervivientes
abrieron fuego.
Keket levantó las cejas, con una media
sonrisa burlona en su rostro. Extendió su brazo derecho, con la palma de su
mano abierta.
Y las descargas de plasma se
detuvieron en el aire.
Múltiples disparos, un enjambre de
emisiones de energía de repente paralizadas. No estaban plenamente estáticas,
temblando y chisporroteando con energía contenida que crecía en inestabilidad. Aparte
de eso, flotaban así inertes en el aire sin moverse del sitio, sin alcanzar su
objetivo.
Un objetivo, Keket, que acababa de
hacer gala de una muestra de telequinesia que iba más allá de nada que
existiese o fuese conocido.
Un silencio sepulcral cayó en el
lugar. Los cascos de sus armaduras de combate ocultaban los rostros de los
soldados, pero sin duda la sorpresa, el terror y la incertidumbre habrían de
ser las emociones dominantes.
Algunos se habían quedado tan
paralizados como sus fallidos ataques. Otros temblaban visiblemente. Uno de los soldados
había comenzado a retroceder lentamente, paso a paso. Parecía que en cualquier
momento arrojaría su rifle de plasma y se echaría a correr.
El silencio fue quebrado por un sonido
desagradable que trajo una sonrisa sincera al rostro de Keket.
Los seis soldados supervivientes presenciaron
con horror indescriptible como sus compañeros caídos habían comenzado a
levantarse del suelo.
El joven barteisoom fue el primero. Sus
movimientos espasmódicos al principio, sus articulaciones crujían y se
contorsionaban. Púas de afilado cristal negro y grisáceo comenzaron a surgir a
través de su armadura, la cual comenzó a caer en parte a piezas junto con los restos
desgarrados y sanguinolentos de la ropa de protección interna y de la
epidermis.
Dejando a la vista solo el cristal.
El mismo fenómeno comenzó a darse con
los otros cinco, con las púas aún clavadas en sus cuerpos pareciendo disolverse en o fundirse con la carne que las rodeaba. Seis nuevas esquirlas para el Canto.
Engendradas directamente por la Reina. Sus nuevas vidas serían vidas de honor.
Seis. Una idea cruzó la mente de
Keket.
Un sonido sordo y metálico resonó,
señalando la caída del arma del soldado más acobardado de entre los
supervivientes. No había huido corriendo, cayendo de rodillas presa de la
histeria. Murmullaba algo repetidamente a pesar de la voz creciente y alarmada
del jefe de escuadrón ordenándole que se callase.
Keket decidió ponerle punto y final al
asunto.
“Ya tengo a seis”, dijo, “Temo que sobráis.”
En su brazo aún extendido, Keket cerró
su puño.
Y las descargas de plasma volaron de
nuevo, volviendo por donde habían venido. Cayeron como una lluvia de muerte
sobre los desafortunados soldados, fundiendo sus armaduras, carnes y huesos en
masas carbonizadas e inertes. Ni siquiera hubo tiempo para gritar.
Keket se giró de nuevo hacia sus seis
esquirlas recién nacidas. Había pasado mucho tiempo desde que había usado la
asimilación de una forma tan directa y tosca, pero la Reina decidió que aquello
no tenía por qué ser algo malo.
Hacía aún más tiempo desde que había
experimentado de forma directa con sus retoños. Decidió en aquel momento que
alteraría a aquellos seis. Serían una auténtica Guardia Real, dignos de su
Majestad y más poderosos que cualquiera de sus otras creaciones.
Sus esquirlas normales eran fuertes y
efectivas, pero lo sucedido el día anterior… si, es posible que antes de que
encontrase los restos de su corona a Keket le vendría bien su propia fuerza de
elite.
Un sentimiento acertado, pues en ese
momento sintió las explosiones de poder materializándose en la lejanía.
La reina alzó la vista y percibió los
seis destellos multicolores en las capas más altas de la atmósfera. Casi pudo oír
el rugido de las bestias draconianas. Algo parecido a la preocupación quiso
aflorar en su pecho.
No
tendrán reparos en destruir el planeta y a todos tus retoños con él.
No lo permitiría.
Keket bajó la vista de nuevo. Atendiendo
a su voluntad a través del Canto, las seis nuevas esquirlas se arrodillaron
ante ella, con los restos de las armaduras de combate de los soldados que habían
sido asimiladas y absorbidas en la masa cristalina creciente de sus cuerpos.
Zarcillos y filamentos de fino vidrio emergieron del pecho acristalado de la Reina de la Corona de Cristal Roto y se alargaron
hasta hundirse en la nuca de sus nuevos sirvientes. Estaba dispuesta para
moldearlos.
Tenía trabajo que hacer, y su nueva
Guardia Real gozaría de un poder suficiente para hacer frente a los Riders.
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