jueves, 29 de diciembre de 2022

098 DÍA TERCERO (I)

 

La noche había sido rutinaria, dentro de lo que cabe.

El NEXUS era un local concurrido hasta en las noches más tranquilas, pero Alicia Aster encontraba algo agradable y tranquilizador en el ajetreo y el frenesí del trabajo siempre que éste se mantuviese dentro de los parámetros de lo normal.

Esto significaba noches movidas con abundancia de bebidas, peticiones de música y gente ruidosa y borracha, pero sin violencia, ni peleas ni encontronazos incómodos, ni tener que hacer de escolta a alguna clienta que se sintiera insegura. Desde luego, tampoco tener que lidiar con desgraciados que intentasen añadir algún ingrediente extra sin permiso a la copa de alguien. 

La última vez que pillaron in fraganti a alguien haciendo eso, los compañeros de trabajo de Alicia tuvieron que agarrarla para impedir que la visita del desgraciado al hospital y la comisaría no terminase siendo una visita a la morgue.

Cuando ninguna de esas cosas ocurría, cuando la gente se limitaba a beber y a pasárselo bien con la música y sus equivalentes de rituales de interacción social y apareamiento sin hacer daño a nadie, Alicia Aster podía pensar que no tenía un mal trabajo después de todo.

Le gustaba estar rodeada de gente, de todas las especies de dentro y fuera del Concilio. Era una persona sociable de forma natural y al mismo tiempo, suponía, intentaba compensar una infancia con más aislamiento que el de la mayoría de niños y niñas humanos en Occtei o en cualquier otro planeta.

Ser la hija de una Rider no había sido fácil, especialmente desde el momento en que su mente infantil comprendió que nunca sería como los demás.

Sabía que su madre y sus tías y tíos lo habían hecho lo mejor que habían podido para protegerla y garantizar una infancia lo más feliz posible. Pero para una pequeña de mente inquisitiva era algo casi tan natural como respirar el hacer todas las preguntas incómodas que no podían ser respondidas con facilidad, y menos por parte de una madre que la quería pero que arrastraba su propia colección de demonios e inseguridades. 

Athea Aster nunca dejaría de ser una figura complicada y querida en la vida de Alicia. Nunca odió a su madre, pero durante varios años el resentimiento había supuesto un muro entre las dos que por suerte el tiempo había conseguido ir derribando poco a poco.

Tiempo, era algo que les sobraba. Su madre había tenido a Alicia con noventa y nueve años. Contaba ahora con ciento setenta y uno.

Alicia Aster tenía setenta y dos años, y a pesar de las canas en su cabello apenas aparentaba estar a mitad de la treintena. Lo gracioso es que pese a su envejecimiento ralentizado, herencia parcial debida a ser hija de una Rider, Alicia aparentaba más edad que su madre. Athea no había cambiado mucho físicamente desde los veinte años que tenía cuando se convirtió en Rider por primera vez.

La cuestión es que durante muchos años, hasta que pudieron poner en orden múltiples factores, Alicia vivió en un semi-aislamiento del resto de la galaxia por su propia seguridad. Como hija de una Rider era una rareza biológica en si misma que resultaría de interés para individuos y organizaciones sin escrúpulos. Una infancia solo con su madre, sus tías y tíos, cuidadores aprobados bajo la supervisión de los Corps, inteligencias virtuales como compañeros de juegos en entornos controlados... 

Todo ello dejó a Alicia con un anhelo que solo pudo solventar al ser adulta.

De ahí su apetencia por rodearse de gente. Cuándo su familia consiguió garantizar su seguridad de forma que pudiese vivir por su cuenta sin ser una prisionera encerrada en una jaula dorada, Alicia se lanzó de cabeza a convertirse en una criatura social. 

Hubo traspiés, malentendidos, situaciones que hicieron que sus tíos Antos y Avra se partiesen de la risa, momentos en los que tuvo que reprimir el impulso de correr de vuelta junto a su madre, altibajos de todo tipo e índole, amagos de romance que nunca llegaron a buen puerto, amistades firmes y otras más volátiles... En definitiva, una vida.

Para un observador casual y externo que solo conociese retazos de la vida y obras de Alicia Aster, alguien como ella que había estudiado ya tres carreras académicas distintas (más por el disfrute que le suponía la vida de universitaria que por un verdadero interés en los campos de estudio que había elegido) y que contaba con mayor preparación militar y de combate que algunos soldados profesionales del Concilio (pese a no haber ejercido nunca como combatiente) podría no parecer la clase de persona que buscaría lanzarse de cabeza a un trabajo de camarera en un local de copas y baile nocturno.

El NEXUS era un local razonablemente popular, pero no era el más lujoso, ni el lugar de moda, ni a donde acudían las grandes celebridades del mundo del espectáculo si visitaban o residían en Occtei.

Pero era el local al que acudía la familia de Alicia Aster.

La situación era... extraña y entrañable a un tiempo. Todo el mundo conocía a los Riders. Demonios, toda la galaxia conocía a los Riders. La palabra “famosos” se quedaba corta para describir hasta que punto en el rincón más remoto de la civilización galáctica se había al menos oído hablar de las Cinco Luces del Universo. Pero en Occtei, y concretamente en el NEXUS, parecía haber una suerte de norma no escrita. Podías reconocer a uno de los Riders si los veías en una de las raras ocasiones que salían de guisa civil sin intentar pasar desapercibidos. Podías hablar con ellos, incluso pedir un autógrafo, o posar para una holo-imagen. Pero la mayoría de la gente los dejaba en paz, aparte de algunos saludos educados u ocasionales gestos de reconocimiento y agradecimiento. Y en el NEXUS esto parecía amplificarse. Todo el mundo sabía que aquel era el lugar a donde los Riders acudían a relajarse, a pasar el rato, a entablar contacto con la gente. Y nunca eran molestados por ello.

Ni siquiera las peores aves rapaces y carroñeras de la prensa lo habían intentando.

Alicia eligió el NEXUS por muchas razones. Por poder estar rodeada de gente sin dudarlo, pero también para seguir manteniendo un lazo con su familia en un entorno en el que nadie ataría realmente cabos que la relacionarían con Athea Aster en particular o con los Riders en general.

Y ahí se encontraba ahora, al final de su jornada del día. Eran ya las cinco de la madrugada en Occtei y apenas quedaba ya nadie en el local. El área de baile estaba vacía, las luces apagadas y la música desconectada. En la zona del bar apenas quedaban uno o dos rezagados que saldrían con la compañía de los últimos empleados. Alicia estaba ultimando la limpieza de la barra, recogiendo los últimos vasos y recipientes de aperitivos al tiempo que intentaba mentalizarse para la siempre traumática revisión de los aseos. Siempre lo dejaban para el final y ella y los demás trabajadores del bar siempre lo echaban a suertes.

Esperaba que sus instintos en el piedra-papel-tijera no le fallasen esta noche. Ya tuvo bastante con la jornada anterior.

“¿Y ese ceño fruncido?”, preguntó una voz a sus espaldas.

Alicia dio un respingo, y tras un instante se volvió con una medio sonrisa en el rostro, “¿Cómo demonios puede ser tan sigiloso alguien de tu tamaño, Tasoom?”

Tasoom era un barteisoom. Como todos los miembros de su especie, era excepcionalmente alto. Puede que no tanto como un vas andarte, pero casi. Su morfología destacaba por los rasgos reptilianos en su rostro humanoide de escamosa piel verde y los cuatro brazos que salían de su ancho torso. Incluso para los parámetros físicos estándar de su gente, Tasoom era excepcionalmente corpulento, trabajando tanto de barman como de gorila encargado de mantener la seguridad en el local.

Alicia sabía que eso se debía más al factor de intimidación que a sus habilidades reales. Tasoom nunca haría daño a una mosca. De ellos dos Alicia era la más peligrosa, de lejos.

“El sigilo está en la práctica”, respondió el barteisoom, “Criate con cinco hermanos pequeños y revoltosos cuya atención no quieres atraer y el sigilo termina siendo un don... Ahora dime ¿a qué venía esa cara?”

“Oh, no es nada, solo pensando en el sorteo de final de turno”, respondió Alicia.

“¿Te tocó ya ayer, no?” preguntó Tasoom llevándose una mano al mentón, “Si me pides mi opinión, eso es una razón más que válida para saltártelo hoy. Sal más pronto, cuando termines con la barra.”

“¿Y qué hay de los demás? ¿No protestarán?”, preguntó ella incrédula, «Por que no me imagino a Landro contenta si le toca a ella lidiar con lo aseos.”

El barteisoom rió al tiempo que daba una ruidosa palmada con sus cuatro manos, “¡Ja! Descuida. No creo que tengan problema. Y si alguno se cabrea tendré que hacerlo entrar en razón. Pero en serio, escaquéate antes. Te guardo las espaldas, y ya sabes que el jefe también hará la vista gorda.”

Alicia resopló, sintiendo cierto alivio aflojando la tensión que imperceptiblemente tenía acumulada sobre sus hombros, y propinó un golpe suave y juguetón sobre uno de los brazos inferiores de Tasoom.

“Eres un cielo, Tas”, dijo ella con una sonrisa, “Que nunca te digan lo contrario.”

Él se limitó a responder con un asentimiento efusivo y una sonrisa dentada.

Unos cuarenta minutos más tarde, Alicia Aster caminaba por las calles de los distritos exteriores de la capital planetaria de Occtei. Podría haber tomado un transporte, pero disfrutaba caminando bajo el cielo nocturno en noches despejadas como aquellas a pesar de la distancia hasta su casa. 

Tardaría como cerca de otra hora en llegar y para entonces ya serían casi las seis y media de la madrugada. El cielo estaría ya anunciando el día y Alicia Aster dormiría durante las primeras horas del sol. Por fortuna, dado su metabolismo alterado solo necesitaba unas tres o cuatro horas de sueño a diario.

Su apartamento se encontraba en el punto más alto de un avanzando bloque de edificios en la periferia de la ciudad del cual ella era la única habitante. Además de los sistemas de seguridad y aislamiento, el lugar estaba marcado por un hechizo de área que lo hacia pasar desapercibido a ojos de un caminante cualquiera. Si dicho caminante albergaba cualquier tipo de intención hostil, el lugar parecería abandonado y ruinoso a sus ojos. 

De esta forma, Alicia Aster vivía oculta a simple vista de cualquier potencial enemigo de su madre, sus tías y sus tíos.

El último tramo de su trayecto era a través de una pista elevada, originalmente una vía de conducción para vehículos terrestres cerrada al tráfico y convertida en improvisada avenida peatonal. Alicia era la única alma caminando por el lugar, pero el bullicio de la ciudad a sus espaldas incluso a tan tardías horas podía percibirse. Se dio la vuelta y observó por unos momentos el mar de barrios residenciales rodeando un centro de enormes rascacielos que se elevaban como agujas luminosas hacia el cielo. 

Pudo ver la colina con el viejo templo a lo lejos, cercana al lugar en el que se levantaba la sede de los Rider Corps, tan imponente como cualquier rascacielos salvo por el hecho de que su crecimiento se dirigía hacia las profundidades.

Alicia había estado atenta a las noticias. Se preguntó cómo estarían su madre y los demás. No estaba preocupada, no realmente, o al menos no más de lo que lo estaba siempre que los Riders acudían a alguna misión. Los cinco guerreros llevaban siglo y medio combatiendo sin pérdidas y Alicia no tenía razones para creer que las cosas fuesen a cambiar ahora. Además, por lo que a ella respecta, su madre era la fuerza más imparable del universo. Solo su tía Alma se le acercaría.

Aunque mi opinión es desde luego parcial, pensó, al tiempo que reanudaba su andar.

Fue entonces cuando lo sintió.

Alicia no era una Rider como el resto de su familia, pero había heredado un fragmento minúsculo de sus habilidades. Su lento envejecimiento era quizá el aspecto más visible, pero no el único.

Sus sentidos estaban más agudizados, y no solo los concernientes a su entorno físico. Alicia notó como se erizaba todo el cabello de su cuerpo y se le ponía la carne de gallina al tiempo que notaba como un zumbido en la nuca. Todo ello señales de que sus latentes habilidades taumatúrgicas habían detectado a algo o alguien de enorme poder.

Alzó la vista. El cielo sobre la ciudad seguía contaminado por la luz artificial. Pero estaba despejado, sin nubes, y no tuvo que esperar mucho para verlo.

Al principio creyó que estaba presenciando algún tipo de alucinación o delirio. Hubo algo que brilló en lo más alto de la atmósfera para acto seguido parecer como si un desgarrón del negro cielo nocturno se hubiese desprendido y comenzado a caer. A pesar de su excelente vista, Alicia tardó en comprender que por mucho que aquel objeto pareciese hecho de un pedazo de la misma noche, no era ese el caso.

Era enorme, más grande que la más grande de las naves del Concilio. Lo único que debía igualar a aquella cosa en tamaño eran las legendarias naves-jardín, las Arcas, en las que la humanidad viajó de una galaxia a otra. Era una construcción cristalina, de forma piramidal, totalmente lisa en su superficie salvo por lo que parecía una llaga horizontal de luz sangrante y carmesí cerca de la cúspide.

Su descenso se detuvo justo encima de la ciudad. Seguramente aún habría un par de kilómetros de distancia, pero dada su envergadura parecía que su base pudiese rozar los puntos más altos de los edificios sin problema.

¿Qué es eso? Dioses, ¿qué es...?

Todo en aquella cosa emanaba maldad. No podía pensar en otra palabra que describiese aquella sensación de frialdad que había comenzado a notar de repente.

Alicia Aster echó a correr hacia su piso justo cuando comenzaron a sonar las primeras alarmas de la defensa planetaria. Escuchó otro ruido a sus espaldas, un crujido cristalino e irritante. Sintió el resplandor rojizo iluminando el cielo detrás de ella, sintió el ruido del impacto bajo sus pies y pudo oler la explosión. 

Dio un último vistazo y pudo atisbar la enorme columna de llamas que antes había sido una de las torres de metal y cristal más altas de la ciudad. El fuego y el humo ascendieron, acariciando la base de la pirámide flotante al tiempo que esta comenzó a expulsar de su propia masa lo que parecían enormes pilares de cristal afilado.

Dichos fragmentos volaron en todas direcciones. Algunos más lejos, otros más cerca. Cayendo sobre la misma ciudad o atravesando el aire más allá, como rastreando otros rincones del planeta.

Alicia pudo ver como algunos volaban en su dirección. En dirección a su casa.

Comenzó a correr de nuevo. 

La alarma siguió sonando, pronto acompañada de los gritos.


martes, 20 de diciembre de 2022

097 DÍA SEGUNDO (VII)

 

La llegada de los Riders y sus Dhar Komai a Avarra había supuesto un respiro para la flota del Concilio. Y al aceptar tal hecho el mariscal Akam notó un sabor repugnante en su boca.

En un marco de diez minutos tras su llegada, los Dhars habían atraído sobre sí mismos la atención del enemigo, al tiempo que los Riders alcanzaban la superficie del planeta.

Los informes sobre lo que estaba ocurriendo ahí abajo eran incompletos y confusos. Parece que tras un encuentro con el objetivo principal, ésta había abandonado el planeta dejando atrás a un grupo de esquirlas que parecían ser algún tipo de fuerza de élite.

Se habían enzarzado en combate con los Riders y minimizado el impacto de estos en el planeta, paralizando el proceso de purga.

La buena noticia es que la marcha de la Reina había traído consigo la marcha del constructo piramidal de menor tamaño, abandonando el sistema solar de Avarra. Unos pocos destructores de la flota la habían seguido, intentando al menos determinar una ruta.

Mientras tanto, la situación actual había dado pie a un enfrentamiento entre los Dhars y el mayor constructo piramidal en las capas más altas de la atmosfera, con la flota del Concilio actuando a modo de cordón. Los ataques de energía y lanzamiento de pilares de esquirlas contra las naves cesaron, al menos de forma directa. Se pudo proceder a la evacuación y rescate de muchas de las fragatas y destructores más dañados.

La batalla entre las bestias draconianas de los Riders y aquella abominación de cristal negro parecía presentar paralelismos con la que se estaba produciendo en tierra, dado que ninguno de los dos bandos parecía conseguir una ventaja clara sobre su oponente.

La pirámide era de un tamaño inmenso y su principal ataque, aquel rayo de energía rojizo, era de una potencia inconmensurable. Pero a pesar de su relativa rapidez, los Dhars eran infinitamente más veloces que cualquier nave, contaban con más maniobrabilidad y podían esquivar las ofensivas del constructo de cristal oscuro sin demasiado problema. Tanto las de naturaleza energética como las de tipo más físico. De forma esporádica, la pirámide seguía lanzando desde su superficie pilares cristalinos afilados como gigantescas lanzas intentando ensartar a alguno de los Dhar Komai.

Por fortuna, las bestias draconianas habían tenido muy claro el peligro que representaban dichos ataques. El problema es que si bien podían mantenerse a salvo, su propio poder parecía no estar consiguiendo grandes avances contra aquella monstruosidad. La realidad era una mezcla de cansancio, aún no recuperados del todo tras lo sucedido el día previo, el temor a causar daños colaterales y que el constructo piramidal cristalino presentaba, paradójicamente, mayor resistencia que la corteza de un planeta común.

La situación parecía haberse enquistado.

Akam se sirvió otra copa de un licor de fosforescencia anaranjada al tiempo que se dejaba caer sobre la silla de su despacho. Lo invadió algo parecido a la vergüenza por dirigir toda la operación desde la seguridad de Camlos Tor y no estar en la flota con el resto de almirantes.

Llevándose una mano a su pisciforme frente, el simuras no pudo dejar vueltas de nuevo a como se había torcido todo.

No es que desease una nueva guerra y aún menos cuando toda la galaxia estaba envuelta en un conflicto de desgaste continuo contra la amenaza de los garmoga. Pero la situación estaba tomando un tono incierto.

Akam había oído muchas veces los mismos comentarios, y desde sus días en la escuela de oficiales tuvo muy claro que el equilibrio de poder en el espacio galáctico bajo el dominio del Concilio corría un grave riesgo de ser desestructurado.

La humanidad ganó mucha buena voluntad cuando entraron en la galaxia por primera vez tras al menos un milenio como nómadas en sus naves jardín en el espacio profundo. Su tecnología había ayudado a recuperar terreno perdido, y la creación de los Riders, reactivando antiguos rituales de eras pasadas, pareció reforzar el posicionamiento de los humanos como una nueva potencia.

Los Riders eran la mayor esperanza de la galaxia contra los garmoga, y habían demostrado en contadas ocasiones ser la opción más efectiva. Pero seguían siendo, en la práctica, agentes pertenecientes a una organización semiindependiente que operaba por su cuenta fuera de las estructuras establecidas durante siglos de gobierno democrático interplanetario. Armas de destrucción inimaginable cada uno de ellos por separado, al servicio de una especie que en menos de un siglo había pasado de ser unos recién llegados a tener voz y voto en las decisiones del Concilio Primarca.

Había mundos y especies afiliadas al Concilio que llevaban siglos esperando conseguir un puesto así. Los resentimientos de muchos habían crecido con el tiempo de forma lenta pero segura, pero las tensiones seguían atemperadas porque se seguía necesitando a los Riders.

Akam no era tan paranoico como para creer que los humanos estaban llevando a cabo algún tipo de invasión encubierta y toma del poder desde la sombra. Y aunque fuese ese el caso, al menos estaban siendo más amables al respecto que los lacianos en sus días imperiales.

No, aún con todo el hervidero no creía que la realidad fuese tan grave, pero sí veía la posibilidad de que se llegase a caer en extremos en el futuro. ¿Y si el día de mañana se consiguiese derrotar completamente a los garmoga? ¿Se jubilarían los Riders? ¿Renunciaría la humanidad a semejante poder? Tácitamente se supone que los Rider Corps estaban al servicio de toda la galaxia, pero…

Akam suspiró tras tomar de un trago lo que quedaba de su licor. La amargura ardiente del líquido era más dulce que la sensación desagradable que llevaba sintiendo las últimas horas.

Al final del día, todo era una cuestión de orgullo. Esa había sido su obsesión, y su pecado.

Ante una nueva amenaza, Akam vio la oportunidad de probar que el Concilio y su gente aún eran la mayor potencia militar de la galaxia. No solo auxiliares glorificados para los Riders. No, podrían derrotar al oponente por si mismos. Los Riders apenas tendrían que mover un dedo. Después de todo, esto no era como los garmoga ¿no?

No, era peor. Se subestimó totalmente el poder real del enemigo desoyendo los consejos de los pocos que habían hecho frente a las esquirlas y las recomendaciones de la OSC. Hasta los mismos Rider Corps habían aconsejado cautela, pero Akam hizo caso omiso.

Recuperar el orgullo del Concilio ante la galaxia. Demostrar a los miles de trillones de vidas que dependían de ellos que tenían el poder para salvarlos aun cuando los Riders no estuviesen ahí.

El mariscal dejó la copa sobre su escritorio al tiempo que un ligero timbre indicó una llamada entrante a su terminal personal. Con una suave presión del dedo sobre los controles en la mesa, activó el comunicador.

“¿Si?”

“Señor Mariscal. Ha llegado una petición del Consejo Primarca y la Judicatura para un encuentro formal en el centro senatorial”, dijo la voz de su secretario, “Esperan que sea de inmediato.”

Akam se quedó mirando el vaso vacío con expresión sombría durante un instante.

“¿Señor?”, repitió la voz al otro lado de la terminal.

Un silencio tenso se apoderó de la estancia.

“Me temo que me será imposible acudir”, replicó finalmente Akam, “Me dispongo a partir a la primera línea del conflicto.”

Orgullo. Al final todo era una cuestión de orgullo.

 

******

 

En siglos venideros, los historiadores especializados en el estudio de la conocida como la Segunda Guerra Sombría (un nombre marcado por una clara hipérbole y exageración al ser un enfrentamiento de pocos días, en claro contraste con los siglos que duró su predecesora) no señalarían ningún hecho o hazaña de renombre al final de la segunda jornada del conflicto.

No es que las últimas horas del segundo día no estuviesen exentas de acontecimientos, pero comparado con la destrucción planetaria del primer día de la guerra y los sucesos sin precedentes que se producirían a partir del tercero, el segundo día pareció terminar envuelto en enfrentamientos continuos sin que se produjese una inclinación clara de la balanza del destino.

La realidad era otra, claro está. Son normalmente los sucesos más pequeños los que pueden marcar las mayores diferencias.

Por ejemplo, en una luna alejada del centro del conflicto se había producido un encuentro entre dos mujeres, Meredith Alcaudón y Dovat, cuyas consecuencias serían también cataclísmicas para la galaxia de un modo totalmente distinto.

En su mundo natal, Amur-Ra, embajador de los eldara, se había sumido en un trance de visiones intentando dilucidar la verdad que le había sido revelada por Keket. Con su corazón aprisionado por el temor a una antigua sombra, cuando consiguiese descifrar lo que ocurriría en los dos últimos días de la actual guerra ya sería demasiado tarde.

En la sede de la Sentan Corp, un héroe observaba las transmisiones del conflicto en el que le habían prohibido expresamente participar al tiempo que una idea comenzaba a tomar forma en un rincón de su mente que aún era suyo y únicamente suyo.

En algún apartado rincón en el borde exterior de la galaxia, en un cinturón de asteroides, una figura femenina envuelta en una brillante armadura verde tomó su lanza y se dispuso a partir. La acompañaron los chirridos de los miles de abominaciones biomecánicas que la seguían y el rugido de su propia bestia personal envuelta en una nube verde de ácido y podredumbre.

Y en Avarra, las palabras pronunciadas por Keket antes de su partida y de que arrojase a su Guardia Real contra los Riders nunca cesaron de resonar en la memoria de Alma Aster a cada minuto de la batalla.

Por ello os arrebataré lo que os resulta más querido. Un mundo por un mundo.

Esquivando un golpe de la esquirla de la Guardia Real de color rojo al tiempo que lanzaba una descarga de energía cortante con su espada Calibor, un nombre escapó los labios de Alma Aster dando forma a una terrible idea que recorrió su espinazo con un escalofrío.

“Occtei.”

Keket iba a atacar el mundo natal de los Riders y sede de los Corps.

 

martes, 13 de diciembre de 2022

096 DÍA SEGUNDO (VI)

 

“Matadlos.”

La Reina Crisol salió disparada hacia las alturas, volando a los cielos con una detonación de poder explosivo al desplazar una gran masa de  aire con su brusco movimiento.

Al mismo tiempo, las cinco coloridas esquirlas de la Guardia Real se arrojaron contra los Riders.

La velocidad a la que lo hicieron fue tal que se produjo un explosivo desplazamiento del aire a su alrededor y de la tierra bajo sus pies. En cuestión de milésimas de segundo, los Riders habían hecho lo mismo, desplazándose para evitar el ataque y cualquier contacto directo con las coloridas esquirlas.

Los combatientes de distribuyeron a lo largo y ancho de distintos puntos del cráter convertido en campo de combate.

Alma intentó transmitir mentalmente de nuevo a través del lazo que todos compartían con sus Dhars lo imperativo que era evitar un contacto físico con las esquirlas. Tenía esperanzas de que sus hermanas y hermanos lo tuviesen presente, tanto como ella en aquel momento.

Casi a modo de burla o cruel ironía, la esquirla roja de la Guardia Real es la que se había arrojado contra ella. La abominación cristalina saltó tras Rider Red aún cuando estaba intentaba mantener las distancias. No parecía importar cuánto corriese, saltase ni en qué dirección se moviese o intentase despistar al ser. La esquirla le pisaba los talones constantemente.

No golpeaban con sus puños cerrados sino con sus manos extendidas, sus dedos convertidos en puñales de afilado vidrio. Alma recordó el diagnóstico de Iria cuando Antos fue agarrado en su brazo por la víctima reanimada de la primera Esquirla que encontraron. El contacto de los seres actuaba como un alérgeno taumatúrgico sobre el campo mórfico que unía a los Riders con el Nexo del Poder. Un contacto prolongado o una herida profunda podría derivar en una pérdida de sus poderes y luego la muerte, un ataque metafísico rasgando el cuerpo y el alma al mismo tiempo.

Pero un Rider no podía luchar todo el tiempo a la defensiva o esquivando golpes continuamente. Por eso, tras un último salto para ganar unos pocos metros de distancia, Alma materializó a su espada Calibor con un destello carmesí. Había comenzado a dar un tajo horizontal antes de que el arma se solidificase del todo, esperando poder atinar de lleno a la cabeza de la esquirla roja cuando esta saltó tras ella.

El ser hizo gala de unos reflejos a la altura de los de los Riders, contorsionándose e inclinándose hacia atrás sin frenar su avance. Calibor pasó rozando justo por encima de su inexistente rostro y la esquirla se enderezó de nuevo como impulsado por un resorte, con las garras de su mano izquierda volando hacia el costado desprotegido de Alma.

Alma saltó, estirando su cuerpo en posición horizontal y notando el aire siendo desgarrado por la esquirla donde unos segundos antes habría atinado a sus costillas. Giró a Calibor en su muñeca y abrió la mano. La espada salió disparada, como impulsada por un golpe de poder, y se clavó sobre el hombro izquierdo de la criatura.

El arma mórfica reaccionó en el contacto con el ser y se produjo una pequeña explosión al detonar en una descarga de energía. Alma rodó por el suelo dos, tres veces antes de incorporarse y volver a manifestar a Calibor de nuevo en sus manos.

La esquirla solo había caído de rodillas y ya se incorporaba de nuevo. Su hombro derecho humeaba y presentaba brillantes grietas, pero estás parecían reducirse a cada segundo.

Bueno, se dijo Alma, Está claro que esto no va a ser sencillo.

Alma plantó sus pies en el suelo, agarró firmemente su espada con las dos manos y tomó aire. Un aura rojiza comenzó a brillar a su alrededor al mismo tiempo que la esquirla se abalanzaba de nuevo contra ella.

 

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Hubo una excepción en el ataque inicial que hemos pasado por alto.

Cuando las esquirlas de la Guardia Real saltaron contra los Riders, Avra Aster no retrocedió para esquivar el ataque. Avanzó riendo y enarbolando su espadón Durande y fue la esquirla de color azul la que tuvo que retirarse en el último segundo para no ver su torso partido en dos nada más comenzar el enfrentamiento.

La dinámica del combate desde ese momento consistió sobre todo en la Rider Blue golpeando de forma continua y sin dar cuartel, el brillo azulado y eléctrico de Durande dejando un rastro de vistosas estelas de luminosa energía en el aire. Era la esquirla azul la que se veía obligada a retroceder y maniobrar constantemente para evitar un golpe directo de la Rider. Pero tras la sorpresa inicial, la esquirla parecía haber recuperado su confianza.

Se percató, no sin cierta satisfacción malévola, que Avra parecía golpear sin ton ni son, sin medir su fuerza, con golpes amplios y potentes. Podía ver como la Rider perdía precisión y velocidad a cada segundo. Podía ver como se agotaba, como era mera cuestión de tiempo de que a la Rider le fallasen los reflejos o dejase un punto vulnerable al descubierto.

Y así ocurrió. Avra dio un enorme tajó horizontal que la esquirla azul esquivó agachándose al tiempo que avanzaba hacia adelante. La Rider Blue levantó su espada en vertical, dispuesta a propinar un terrible golpe descendente, pero la esquirla era más rápida y ahora tenía un blanco directo hacia el vientre y pecho de la Rider. Sus garras parecieron volverse más afiladas al tiempo que volaban dispuestas a penetrar la armadura de su oponente.

Fue entonces, cuando la esquirla estaba ya a pocos centímetros de alcanzar su objetivo, que pudo Avra Aster sonrió bajo su casco.

Y estalló en un destello de luz azúl, dejando tras de sí un vacío como lo único que la esquirla pudo golpear.

Seguido de un segundo destello luminoso y una explosión de poder y aire desplazado que golpeó a la esquirla por la espalda como un puño gigante, arrojando al ser al suelo a varios metros de distancia.

La criatura se incorporó al tiempo que la voz de Avra Aster llenó el campo de batalla.

“Déjame adivinar, estabas tan segura de que iba a pifiarla que se te olvidó completamente que podemos teleportarnos, incluso en distancias cortas.”

La esquirla azul, de nuevo en pie, extendió sus garras y se inclinó hacia delante, dispuesta a saltar de nuevo contra la Rider Blue. Podía percibirse la irritación en su lenguaje corporal.

Avra respondió materializando de nuevo a Durande y posando el espadón de forma relajada sobre sus hombros al tiempo que hacía un gesto de invitación con su mano izquierda.

“Ven para aquí, que te voy a dar lo tuyo.”

 

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Antos no estaba asustado.

Aprensivo quizás. Cauto, desde luego. Pero no asustado.

Es solo que de toda su familia él era el único que había sufrido en sus carnes el contacto con una esquirla, por breve que resultase. Lo recordaba con más claridad que cualquier herida o ataque sufrido en sus combates contra los garmoga. Su armadura siseando humeante, la sensación como de miles de agujas clavándose a lo largo y ancho de todo su sistema nervioso, el efecto prolongado durante casi una semana que dejó un entumecimiento fantasmal en su extremidad…

Al Rider Purple no le hacía ninguna gracia la posibilidad de repetir la experiencia, y menos con aquel pedazo de cristal rosado y pulido de forma humanoide que se había arrojado contra él con un ímpetu envidiable. En otras circunstancias se habría sentido halagado.

Por suerte, su lanza Gebolga le permitía mantenerse a distancia y evitar las embestidas de la esquirla tanto como arremeter con sus ataques propios. Por desgracia los reflejos de la criatura parecían estar a la altura de los suyos y hasta ahora ni siquiera había podido rozarla.

Todo el combate había derivado en una coreografía mortal de fintas, esquivas, acometidas y falsos ataques. Una danza en espera de ver quién de los dos sería el primero en dar un paso en falso.

La esquirla debía saberse confianza. A cada minuto parecía poder acercarse más y más. El ser parecía estar aprendiendo los patrones de combate de Antos a un ritmo alarmante, y pese a la intensidad y velocidad a la que se movían –un espectador normal apenas vería borrones de color entrechocando entre sí– la criatura no parecía dar signo alguno de agotamiento. Sus movimientos eran igual de precisos ahora que al comienzo de la contienda.

Esa confianza llevó al ser a intentar dar un nuevo giro a su ofensiva. Esquivando un ataque de Gebolga, la esquirla rosa se hizo a un lado y agarró la lanza con fuerza, con la intención de tirar de ella y desequilibrar al Rider Purple o atraerlo hacia sí misma para poder propinarle por fin un ataque directo.

Esas eran sus intenciones. Eso es lo que hubiese hecho en vez de emitir un chillido de agudo dolor cuando la lanza de Antos se cubrió de espinas afiladas y curvadas que atravesaron los tejidos cristalinos de su mano para desgarrarlos al separarse del arma. Y esta vez fue Antos el que pudo presionar en su ataque, con Gebolga lisa en el punto en que él la agarraba pero convertida su asta en una estilizada masa de púas y garras afiladas a lo largo del resto de su superficie.

Antos sonrió. Rider Purple no estaba asustado. Solo había sido cauto.

 

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Mantenerse a la defensiva con un arco requería una velocidad y reflejos superiores a los de cualquier otro Rider.

Para desgracia de Athea Aster, la esquirla de cristal negro –la única de la Guardia Real que conservaba el color de las esquirlas comunes de Keket– estaba demostrando estar a su altura y ser tan escurridiza como una sombra.

Athea había estado disparando flecha tras flecha desde el comienzo del combate y sin dejar de moverse en ningún momento al tiempo que la esquirla corría tras ella, esquivando los cientos de proyectiles arrojados en su contra a vertiginosa velocidad. No importaba la cantidad de flechas, ni su rapidez, ni como curvasen sus trayectorias en el aire… el ser siempre parecía poder evitarlas.

Toda la situación era menos un combate y más una persecución, una carrera mortal en la que uno de los competidores debía abatir a su oponente antes de que este pudiese recortar lo suficiente las distancias para asestar un golpe letal.

Porque si la esquirla conseguía acercarse lo suficiente para ello, Athea tenía muy claro que iba a ser algo difícil desviar golpes con un arco, por mucho que dicho arco fuese una creación de energía materializada.

En un momento tuvo que bajar el ritmo. Notaba sus dedos arder de tanto conjurar la energía para generar sus proyectiles, y esa milésima de respiro bastó para que la esquirla avanzase de forma prodigiosa, situándose frente a Athea con sus oscuras garras extendidas de forma directa a la garganta de la Rider Black.

Athea se dio cuenta de que podría disparar, una sola flecha, y a esa distancia no fallaría, pero tampoco frenaría a tiempo la inercia del ataque y la esquirla como mínimo la rozaría en un contacto directo que la Rider no se podía permitir.

Efectuar un destello para teleportarse era otra opción, pero temía el desgaste de energía que conllevaría. De todas formas, era la única forma de salir ilesa de aquel aprieto…

La decisión quedó fuera de sus manos cuando un martillo anaranjado rebosante de energía pasó justo al lado de la cabeza de Athea y golpeó a la esquirla negra de lleno en su cristalino rostro, arrojando a la criatura por los aires con un trueno.

Enterrando su sorpresa y sabiendo de forma casi instintiva que hacer, Athea generó dos flechas en su arco Saggitas y disparó tras girar sobre sí misma.

Aproximadamente a un centenar de metros pudo ver a su hermano Armyos, Rider Orange, aún con su brazo extendido tras arrojar su martillo Mjolnija. Las flechas de luz oscura de Athea volaron hacia él en centésimas de segundo y pasaron cada una a un lado de su cabeza, para converger detrás de él e impactar de lleno contra la esquirla de cristal amarillo que intentaba atacarlo por la espalda.

Armyos hizo un gesto de saludo al tiempo que su martillo se materializaba de nuevo en sus manos. Athea saltó hacia él, y los dos Rider se giraron poniéndose espalda contra espalda.

“Algo me dice que terminaremos esto antes si nos coordinamos”, dijo Armyos.

Athea asintió, ignorando el dolor en la punta de sus dedos y generando una nueva flecha. Debían reagruparse si querían llevar a cabo un contraataque efectivo.

lunes, 5 de diciembre de 2022

095 DÍA SEGUNDO (V)

 

Avarra.

Nada más salir del hiperespacio justo por encima de las capas más altas de la atmósfera del planeta, sintieron su presencia.

Fue como una súbita presión impregnando todo, aún a miles de kilómetros de distancia.

Chocó contra las mentes y las mismas almas de los Riders como el oleaje contra las rocas. Cayó como un gran peso sobre sus espíritus, acompañado de una oleada de miedo e intimidación. Los Dhars, sintiendo inmediatamente la inquietud de sus jinetes, rompieron formación y comenzaron a volar erráticamente.

“¡Tranquila, peque! ¡Tranquila!”, gritó Alma Aster en el interior de su silla-módulo, al tiempo que intentaba centrar su mente en el lazo psíquico que compartía con Solarys para calmar a la gigantesca criatura.

Sus hermanas y hermanos llevaban a cabo el mismo acto con sus respectivos Dhar Komai. Algunos, como Adavante o Tempestas, se calmaron enseguida, pero otros requirieron un esfuerzo mental extra, como en el caso de Volvaugr y sobre todo el de Sarkha. El Dhar Komai negro de Athea Aster siempre había sido el más impredecible e independiente de las bestias draconianas de los Riders, e incluso tras conseguir apaciguarlo podía percibirse como la criatura parecía estar en mayor tensión que los demás.

“¿¡Qué cojones ha sido eso!?”, exclamó Avra Aster, recuperando el aliento e intentando ignorar como los latidos de su corazón se habían acelerado.

“Algún… algún tipo de proyección espiritual, supongo”, comenzó Armyos.

“No”, interrumpió Antos, “Eso era poder puro, sin contención. No oculta su presencia… es lo contrario de lo que hacemos nosotros, siempre mantenemos nuestro poder contenido hasta cierto punto.”

“Si lo hemos sentido aquí arriba, no quiero imaginar el daño psíquico pasivo que puede estar causando en la superficie a las tropas del concilio o a la población en evacuación”, dijo Alma.

“Lo creas o no, lo estarán llevando mejor que nosotros”, explicó Antos, “Nuestra conexión con el Nexo nos hace más sensibles a… bueno, a eso. Una persona normal no tiene los sentidos lo suficiente afinados para recibir un golpe así de lleno, no importa a qué especie pertenezca.”

“Así que además del riesgo físico nos arriesgamos a un daño psíquico si nos enfrentamos directamente con Keket”, observó Athea.

“Genial, esto mejora por momentos”, gruñó Avra, “¿Nos dejamos ya de cháchara?”

En el interior de su silla-módulo, Alma Aster asintió. Aunque los demás no podían ver el gesto sintieron su resolución a través del lazo que los unía.

“Procederemos como cuando apoyamos a la Balthago en Krosus. Los Dhar Komai con la flota y nosotros en el planeta”, comenzó, observando la disposición de la flota del Concilio y su infructuosa batalla contra los constructos piramidales, “Tres Dhars para cada pirámide, manteniendo distancias y atacando en busca de puntos vulnerables. Mientras tanto nosotros saltaremos a la superficie.”

La silla-módulo en el lomo de Solarys se abrió y Alma Aster emergió, dejando que la ingravidez la extrajese sin esfuerzo. Los demás Riders siguieron su ejemplo, observando el planeta bajo ellos.

“No resulta difícil determinar dónde se encuentra ella a pesar de todo lo expansivo de su presencia”, dijo Athea.

“Cierto. Sigue situada en las coordinadas de lo que queda de la capital. Y apostaría a que ya sabe que estamos aquí”, respondió Alma, “Preparaos para el descenso.”

“Muy bien. Seré yo quien lo pregunte”, añadió Avra, con una sonrisa lobuna oculta por su casco, “¿Cráter o Destello?”

 

******

 

Keket estaba exultante. Por primera vez en cientos de milenios tenía que hacer un esfuerzo para mantener la compostura y no caer en risas juveniles.

Aún no la tenía en su mano extendida sobre el suelo cristalizado, pero podía sentirla moviéndose bajo la superficie, ascendiendo a su llamada a pesar de todos los irritantes sellos de protección mágica que había encontrado a diversas profundidades.

El fragmento de su corona quebrada pronto rompería la última barrera y volaría a sus manos desde los abismos en donde había sido sepultado hace milenios.

Fue en ese instante cuando volvió a sentirlos. Se habían tomado su tiempo desde su llegada hasta ahora. Keket presumió que, al igual que con los Rangers de antaño, su presencia y la presión generada por su poder en los ámbitos del espíritu y el alma habían causado cierto nerviosismo y descontrol entre los recién llegados Riders.

Eso la tranquilizó, la hizo ignorar y aplastar la semilla de incertidumbre que habían sembrado el día anterior.

Pero ahora parecía que habían conseguido centrarse, y Keket sintió un estallido de poder en las alturas a miles de kilómetros de distancia…

… replicado casi instantáneamente y de forma explosiva a sus espaldas.

Cinco destellos de color y energía inundaron el área a unos cincuenta metros de su posición. El poder desatado en forma de onda expansiva habría arrojado por los aires a cualquier otro desafortunado ser que estuviese cerca del área, pero Keket se mantuvo firme.

No se movió ni un milímetro, ignorando el aire y la nube de escombros volando a su alrededor. En ningún momento retrajo su brazo extendido, manteniendo su palma abierta hacia el suelo.

Los destellos de luz se atenuaron y la humareda levantada se disipó. Y frente a ella la Reina de la Corona de Cristal Roto pudo ver por fin a los Riders en persona. Resultaron ser una visión familiar y extraña al mismo tiempo.

Las armaduras de los antiguos Rangers solían imitar a tejidos, buscando flexibilidad pareja a la protección, con sus cascos y ocasionalmente otras piezas de vestuario menores siendo los únicos materiales rígidos. Pero a pesar de los cientos de variaciones entre escuadrones, la constante es que la armadura era obviamente un traje.

En cambio, las armaduras de los Riders parecían casi una segunda piel blindada que abrazaba el cuerpo y musculatura de su portador, de un material brillante y que extrañamente le recordó a su propio cristal. Había algo orgánico en ellas, al tiempo que daban la impresión de ser luz sólida, materializada por pura fuerza de voluntad. El aspecto metálico de los cascos, ornamentados con detalles draconianos, era el mayor factor de divergencia.

Había también otros detalles mejores que solo podía percibir si se concentraba, aunque fuese solo un poco.

La armadura del Rider púrpura, delgado y esbelto, parecía emitir constantes y pequeños destellos a cada movimiento, como si bajo su cristalina superficie hubiese minúsculas explosiones de poder contenido. La azul, baja y musculosa, chisporroteaba ocasionalmente con pequeñas chispas de electricidad en sus articulaciones. El naranja – ¿o quizá era alguna variación de dorado?– refulgía como si reflejase llamas sobre su corpulento físico. La Rider de la armadura negra, de complexión atlética, parecía una sombra viviente absorbiendo la luz. Era algo que Keket abría aprobado si no fuese por el aura de pálida y tenue luz blanca que parecía emitir en contraste.

Finalmente, adelantada al resto, la Rider de la armadura roja. De físico fuerte aunque sin llegar a los niveles de la azul y el naranja. La más alta de los cinco y lo más probable, como solía ser habitual con aquellos que lucían armaduras de tan detestable color, la líder. Su armadura era de un rojo profundo y vivo, casi sanguíneo, dando la impresión de tener una superficie en constante movimiento. Una capa ondeaba a su espalda. Era la única con semejante añadido.

“Keket”, dijo. Fue tanto una afirmación como lo más parecido a un saludo que iba a recibir.

La Reina de la Corona de Cristal Roto sonrió con la gracia de un monarca.

“Rider Red, presumo.”

Y en ese instante, con un sonido seco al atravesar el suelo quebradizo, un fragmento de cristal ambarino emergió junto a sus pies y voló hasta su mano.

Los Riders sintieron el cambio al instante. Las Cinco Luces del Universo retrocedieron un paso al unísono, por puro instinto. Sus armas se materializaron en sus manos en un instante.

Curioso, pensó Keket, sus armas son proyecciones de poder y no objetos físicos. Hasta en eso son diferentes.

“Riders”, dijo, dejando de lado sus pensamientos, “Ayer cometisteis un pecado imperdonable contra mi persona. Mi primera conquista, mi nueva cuna para mis esquirlas, borrada de la existencia por vuestros actos.”

Keket giró el fragmento ambarino de su corona sobre la palma de su mano, observándolo mientras hablaba.

“Por ello os arrebataré lo que os resulta más querido. Un mundo por un mundo, por desgracia no voy a poder malgastar mi tiempo con vosotros aquí y ahora”, prosiguió, “Ya tengo lo que he venido a buscar.”

La respuesta de Alma Aster fue un nombre.

“Athea.”

La última vocal apenas había abandonado sus labios cuando el proyectil disparado por la Rider Black ya surcaba el aire en dirección a la mano de la Reina Crisol. Buscando arrancar aquel fragmento de la misma. Ninguno de los Riders sabía exactamente qué era aquella cosa, pero incluso con un vistazo superficial a la Reina pudieron atar cabos.

Sobre el rostro desconcertantemente humano de Keket descansaba una corona de cristal ambarino fragmentada, y si aquel pedazo en sus manos era la parte necesaria para completarlo… Bueno, Alma no sabía exactamente qué ocurriría, pero todos sus instintos le estaban gritando para impedir que aquella corona volviese a estar completa una vez más.

Y así, la flecha de energía oscura de Athea voló veloz y certera hacia su objetivo.

Para frenar en seco en el aire, a menos de un centímetro del pedazo de cristal en la mano de Keket. Los Riders pudieron sentir de nuevo el poder emanando de la Reina cuando su mera fuerza de voluntad materializada en un acto de telequinesia frenó el ataque de Rider Black apenas sin esfuerzo.

“Loable”, dijo Keket al tiempo que tomaba la flecha entre sus manos, antes de que esta se disolviese, “Hum, energía pura condensada. He visto ataques similares, aunque ejecutados de forma menos elegante en el pasado. Mis felicitaciones.”

La Reina de la Corona de Cristal Roto comenzó a levitar, alzándose varios metros por encima de los Riders, “Pero como ya he dicho, no pienso malgastar tiempo con vosotros. Sois apenas una sombra de lo que eran mis antiguos enemigos, y mi nueva Guardia Real será más que suficiente para lidiar con vuestro limitado poder.”

“¿Guardia Real?” musitó Antos.

Keket hizo caso omiso y chasqueó los dedos. El suelo a una docena de metros frente a los Riders estalló y cinco figuras emergieron de un salto, situándose ante los Aster adoptando posiciones de combate.

Las cinco figuras eran esquirlas humanoides, sin ningún rastro morfológico significativo que delatase sus especies de origen. Pero a diferencias de otras esquirlas, solo una de ellas presentaba un cuerpo cristalino de un negro oscuro como el de la noche profunda. Las otras cuatro eran de cromatismos más vivos: rojo, amarillo, azul y rosa.

Sus cuerpos, más robustos y mejor proporcionados que los de una esquirla común, parecían esculpidos en piedras preciosas. Y sus rostros…

“¿Pero qué coño…?”, dijo Antos.

“Sus cabezas, sus rostros, parecen…”, comenzó Armyos.

“Se asemejan a nuestros cascos”, dijo Alma, “O quizá, a los cascos de los Rangers.”

“Imitaciones”, dijo Athea.

“No”, replicó Keket, “Reflejos. Reflejos del fracaso de vuestros predecesores y del vuestro. Mi Guardia Real va a…”

Una carcajada cortó en seco a Keket.

Avra Aster estaba agachada, con sus manos sobre el estomago, partiéndose de risa.

Los demás Riders no bajaron la guardia, pero no pudieron evitar mirar con desconcierto a su hermana pequeña. Frente a ellos, las esquirlas de la Guardia Real de Keket mantuvieron sus poses de combate, pero ligeros movimientos casi imperceptibles delataban cierta sorpresa ante lo que estaban presenciando.

En el aire, Keket observaba intentando evitar que la perplejidad se reflejase en su rostro.

“Uh… ¿Avra?”, preguntó Antos con cierto nerviosismo, “¿Y este ataque de histeria?”

Las carcajadas de la Rider Blue se volvieron más entrecortadas al tiempo que recuperaba el aliento y señalaba a Keket.

“¡Aaay, ja, ja, ja! ¿Mierda, es que no lo veis?”, preguntó, “¡Está cagada de miedo!”

Un silencio sepulcral cayó sobre el área. El rostro de Keket era una máscara inexpresiva. Avra siguió hablando, señalándola a ella y a su Guardia Real.

“Es que está clarísimo… si no fuese así ahora mismo nos la estaríamos viendo con tus esquirlas de toda la vida, como las que encontramos en la luna de Valphos. Pero te acojonamos tanto que te has tenido que sacar de la manga a estas ediciones especiales de colorines, y además plagiando nuestro rollo. Que carencia de estilo, joder.”

La Reina Crisol se mantuvo en silencio y sin que ni un milímetro de sus rasgos faciales se moviese. Pero un aumento en la presión del aire denotó una irritación creciente. Avra sonrió bajo su casco y haciendo caso omiso siguió hablando.

“Así que ahórrate el rollito de que estamos por debajo de tu consideración o demás gilipolleces de que solo somos una sombra de tus viejos enemigos… Lo que hicimos ayer te habría forzado a cambiarte los pantalones si los usases”, dijo la Rider Blue, para rematar con una reverencia burlona, “Su Majestad.”

Se hizo de nuevo el silencio. Los Riders observaban a su hermana con una mezcla de asombro y horror, pero también cierto orgullo. Keket mantuvo su mirada fija en la guerrera de color azul, al tiempo que cerraba su puño sobre el fragmento ambarino de su corona.

Una única palabra delató lo que sentía realmente tras oír todo aquello.

“Matadlos.”

La Reina Crisol salió disparada hacia las alturas, volando a los cielos con una detonación de poder explosivo al desplazar una gran masa de  aire con su brusco movimiento.

Al mismo tiempo, las cinco coloridas esquirlas de la Guardia Real se arrojaron contra los Riders.

Y Avra Aster, con su espadón materializándose una vez más en sus manos, rió de nuevo.

sábado, 26 de noviembre de 2022

094 DÍA SEGUNDO (IV)

 

Luna de IX-0900.

Para el joven operativo laciano, el recibir la señal de socorro desde el comunicador de su hermano había sido un claro indicio de que las cosas no iban a terminar bien.

Los otros tres miembros y él encontraron al pobre Kovas cubierto de quemaduras, sentando sobre el asfalto mojado frente al edificio aún en llamas. De pie junto a él se encontraba la lupina figura del supervisor Bacta. El objetivo de la misión a quien debían rescatar.

Una tenue sensación de alivio se asentó sobre el operativo. Su hermano vivía, y parece que había conseguido cumplir la misión. Eso garantizaría que no habría represalias por parte de los Viejos Maestros en cuanto a la pérdida del resto del equipo.

El alivio duró poco cuando se manifestó el segundo indicio de que las cosas no iban a terminar bien.

“Inventario”, ladró Bacta.

Ni un saludo, ni un reconocimiento, ni una orden de ayudar al herido. Apenas acaban de llegar y el primer acto del supervisor parecía algo más propio de un examen de rendimiento más que de otra cosa. El operativo iba a protestar cuando su hermano se levantó, poniéndose al lado del irascible gobbore.

“Armamento individual”, comenzó a responder Kovas, con voz ronca, “Armamento pesado. Nuestra lanzadera está equipada con…”, se interrumpió, lanzando una mirada a los operativos recién llegados. La humana del grupo se adelantó, dirigiéndose directamente a Bacta.

“Nuestra lanzadera cuenta con refuerzo estándar, un vehículo tierra-aire monoplaza, una mecha-armadura  con capacidad de vuelo corto modelo…”

Las orejas de Legarias Bacta se alzaron y sus ojos brillaron de una forma que no resultaba para nada tranquilizadora.

“Tengo un olor, tengo un rastro y tengo una corazonada”, dijo, interrumpiendo con una sonrisa de dientes afilados a la joven operativa, “Y ahora tengo un arma.”

El gobbore rió, con el candor de un niño pequeño, lo que contribuyó a lo perturbador de la escena. Se frotó las manos e hizo gestos a los demás para que se acercaran a él.

“Esto es lo que vamos a hacer, muchachos, tras una paradita en vuestra nave.”

 

******

 

Ningún plan sobrevive al contacto con el enemigo. Esa era una triste y habitual realidad que Tobal Vastra-Oth conocía de sus tiempos como militar del Concilio.

Algo menos habitual, aunque doblemente frustrante, es cuando el enemigo es tu vehículo de huida.

“¡Maldita sea!”, exclamó el ex-soldado angamot, dejando caer su soldador tras recibir una pequeña descarga que erizó el vello de su brazo derecho. La experiencia y el autocontrol fueron lo único que frenó el impulso de embestir contra el objeto de su frustración con su cérvida cornamenta.

Tomó aire para calmarse mientras echaba un vistazo al viejo hangar. Había sido un golpe de suerte encontrarlo cuando llegaron a aquella luna. Amplio, semiabandonado, pero restos de material y herramientas aún aprovechables. La lanzadera descansaba en el centro, con su parte trasera orientada al portón exterior. Cajas y containers de viejos suministros salpicaban la superficie de cemento alrededor de ella, recuerdos de una época en la que aquel lugar debió haber visto mucha más actividad.

Un chasquido acompañado de un pitido de breve estática señalo la activación de los altavoces de comunicación exterior de la lanzadera. La voz de Meredith Alcaudón resonó desde el interior de la cabina, llegando sin problemas al abierto estomago de la lanzadera donde se encontraba él.

“Voy a asumir que no estás teniendo más suerte con los conectores del hipermotor que yo con la computadora de navegación.”

Tobal dejó salir una risa breve de entre sus labios antes de acercarlos a la pulsera-comunicador de su muñeca, conectada al sistema de comunicaciones de la nave.

“Vamos paso a paso… tres de los cuatro están estables, pero el último va a exigirme unos cuantos malabarismos de ingeniería, salvo que tengamos tiempo para un recambio.”

“Sabes que no es así”, replicó Alcaudón, “Desde el aviso de Goa de su avistamiento de operativos en el atolón.”

Tobal asintió aún sabiendo que Meredith no podía verle desde la cabina.

Goa Minila y su entrenamiento con los operativos había resultado una pequeña bendición cuando ello le permitió reconocer a agentes de su vieja organización peinando el área dos días atrás. Meredith tardó otro día en elaborar la trampa y el plan habría culminado con ellos en el espacio ya hace unas horas si no fuese porque la lanzadera que habían robado a Bacta decidió ponerse temperamental.

Tobal se limpió las manos con un viejo trapo antes de volver a agarrar las herramientas. Los últimos días habían visto más cambios además del que estaba propiciando una nueva huida.

Meredith había conseguido la clave para por fin poder descifrar todo el contenido encriptado que había costado la vida a Tiarras Pratcha y al esposo de Tobal. Tras meses consumiéndose a sí misma, la mujer había parecido renacer. Su aspecto demacrado se estaba difuminando, volviendo a ganar algo del peso perdido al recuperar una dieta más estable y su cabello había comenzado a crecer de nuevo aunque aún seguía más corto que cuando se encontraron por primera vez, siguiendo el rastro de Bacta.

La idea de sacrificar al supervisor dejó a Tobal con mal sabor de boca, asumiendo que los operativos que rastreaban el lugar cayesen en la trampa de Meredith si intentaban rescatar al gobbore.

Pero con la ayuda de Goa podría retomar el rastro de las actividades de los operativos en el orfanato de Esbos. Bacta nunca había proporcionado información útil y se estaba convirtiendo más en un lastre peligroso que otra cosa, así que hacer borrón y cuenta nueva respecto a él era en lo más sensato.

Un último ajuste en el conector se tradujo esta vez en un sonido que denotaba el flujo de energía siendo redirigido de una forma más apropiada. Sin calambrazos ni riesgos de fuga.

Un nuevo chasquido de estática resonó en el hangar, seguido por la voz de Meredith Alcaudón.

“Se han encendido un montón de lucecitas en el panel de mando”, dijo, “Asumo que todo va bien y no has terminado frito.”

“Todo bien ¿Cómo va esa computadora de navegación?”, preguntó Tobal.

“Como un dolor recurrente de muelas”, replicó la tecnópata, “Ni siquiera razonando con el fantasma en la máquina consigo que se estabilice. En el momento en que se traza una ruta la condenada se resetea y pierde la información. En vuelo manual es un incordio pero nada grave. Pero si nos hace esa jugarreta en un hipersalto…”

“No me gusta la idea de quedarme a la deriva en el vacío entre sistemas estelares”, dijo Tobal, mientras cerraba los paneles de fuselaje blindado y descendía de un salto al suelo del hangar, “Es arriesgado y el tiempo apremia, pero quizá debamos plantearnos una excursión rápida al mercado y buscar un recambio, o alguna tarjeta de rutas prefijadas.”

“Dame treinta minutos más. Si no consigo nada…”

“Bien”, replicó, “Treinta minutos. Si no consigues que ese cacharro funcione Goa y yo saldremos de excursión.”

“¿¡Vamos a ir de excursión!?”, exclamó una voz joven y aguda a sus espaldas. Tobal dio un respingo sobresaltado antes de girar sobre sí mismo y encontrarse de lleno con el rostro piel rojiza y cabellos plateados de Goa Minila observándole con expresión curiosa y el ceño ligeramente fruncido sobre sus ojos compuestos de forma almendrada.

La joven vas andarte era en ocasiones sigilosa a niveles peligrosos. Solo en ocasiones.

Como todos los de su especie, Goa Minila era esbelta y de gran estatura. A pesar de tener solo catorce años, casi podía mirar a un angamot adulto de unos dos metros de altura como Tobal cada a cara.

“Solo a hacer recados, Goa”, explicó Tobal, “Si Meredith no consigue ajustar la navegación de la nave vamos a necesitar un recambio.”

“Aaaah, entiendo”, dijo la joven asintiendo con la cabeza al tiempo que se cruzaba de brazos, “Eso tiene más sentido señor Vastra-Oth. Salir a hacer una excursión por las buenas sería muy irresponsable en nuestras circunstancias actuales.”

Tobal rió, “Cierto, cierto… ¿me ayudas a guardar estas herramientas?”

“Claro”, replicó la muchacha, antes de lanzar una mirada de reojo hacia los paneles de observación exteriores de la cabina de mando de la lanzadera, “La señorita Alcaudón aún está algo descentrada ¿verdad? Usted también lo ha notado.”

Tobal tuvo que darle la razón. La verdad es que pese a su mejoría a Meredith le había sucedido algo que aún no había comentado. Lo disimulaba bien, pero podía leerse entre líneas una tensión creciente en sus gestos, expresiones y palabras que parecía estar afectando a su rendimiento. Tobal no quería presionarla para hablar de ello, fuese lo que fuese, pero si la cosa iba a peor…

Goa se quedó quieta a su lado, como paralizada.

“Motores”, susurró.

Tobal frunció el ceño y agudizó su oído al tiempo que dejaba la caja de herramientas en el suelo. Si, un ruido de motores, tenue, como de una nave monoplaza pequeña o…

El ruido cesó, seguido de un impacto breve y secó como si algo de considerable peso hubiese tocado tierra justo frente a la puerta del hangar.

Años de experiencia militar e instinto de supervivencia bien agudizado llevaron a Tobal Vastra-Oth a conjurar un escudo mágico de protección al mismo tiempo que agarraba a Goa Minila en sus brazos, saltando los dos hasta situarse justo tras los containers al lado izquierdo de la lanzadera en el momento exacto en que las puertas del hangar se abrieron con una violenta explosión,

Las enormes puertas no cayeron, pero en el centro de ambas un enorme agujero fundido y humeante se había formado. La silueta de algo grande se vislumbraba entre el humo.

“¡Meredith, sal de la lanzadera!”, gritó Tobal a través del comunicador de su muñeca.

A través de la violentamente improvisada entrada, un pequeño cohete atravesó la humareda y surcó el aire hasta impactar con el ala derecho de la lanzadera, comprometiendo su equilibrio. La nave no estalló, pero su diestra estaba bañada en llamas y todo el vehículo había comenzado a inclinarse con un chirriar metálico y estruendoso que no pudo silenciar el sonido de una risa desquiciada.

“¡Ahora no podréis marcharos!”, gritó Legarias Bacta haciendo acto de presencia a través del agujero de impacto que había creado.

Tobal se asomó brevemente por el borde del gran contenedor metálico y pudo ver al gobbore de pelaje blanco entrando en el hangar, pilotando una mecha-armadura similar a la que había usado en su primer encuentro, aunque esta parecía contar con mayor blindaje y un desproporcionado sistema de propulsión a su espalda en la forma de reactores de energía.

Caminando tras él, un grupo de cinco operativos siguió sus pasos al interior, todos y cada uno de ellos con rifles de proyectiles acelerados en sus manos.

Maldita sea, pensó Tobal, No tengo ningún arma a mano. Esa cosa parece más dura que la de la última vez y ni siquiera sé si Meredith sigue consciente ahí dentro…

Sus pensamientos se cortaron en seco cuando una salva de disparos de alto calibre voló por encima de sus cabezas, impactando y atravesando el contenedor. El estar tumbados en el suelo fue lo que en ese instante salvó su vida y la de Goa.

“¡Sé que estáis ahí escondidos!”, gritó Bacta, “¡Salid que os vea!”

“Señor, quizá debiéramos flanquearlos y…”, comenzó a decir uno de los operativos para ser agarrado de repente por la mano blindada de la mecha armadura.

“Los voy a matar yo, y solo yo”, replicó el desquiciado gobbore con frialdad, “Vosotros cubriréis esta salida para que no escapen, y si vuelves a intentar decirme qué tengo que hacer…”

Se produjo un chirriar metálico y un leve crujido de huesos. El operativo no gritó, pero un quejido de dolor escapó de su boca antes de que Bacta lo soltase de nuevo.

“¿Entendido?”, preguntó el supervisor gobbore. 

“Si”, comenzó a responder el operativo antes de toser dolorido, “Si señor.”

Bacta bufó con un gesto despectivo y se volvió de nuevo hacia la nave. Quizá disparase unos cuantos misiles más, los justos para que no explotase todo pero sí para que el interior se convirtiese en un horno. Se asarían vivos allí dentro esos tres desgraciados…

Sus fantasías se interrumpieron cuando la puerta de embarque trasero de la lanzadera comenzó a abrirse. Una figura humana de baja estatura comenzó a descender por la plataforma de desembarco hasta el exterior.

Nunca lo sabrían, pero en aquel momento Tobal Vastra-Oth y Legarias Bacta pensaron exactamente lo mismo.

¿¿Pero qué demonios está…??

Meredith Alcaudón tocó el suelo del hangar. Volvía a vestir su traje de corte masculino y color negro, con una camisa blanca que había visto mejores días, pero sin corbata. Su vieja gabardina de color pardo completaba el conjunto junto a su sombrero de ala corta.

“Bacta”, dijo, alzando su mano derecha y dejando ver en ella una pistola de proyectiles acelerados.

Bacta respondió con un aullido de rabia y alzó el brazo izquierdo de su mecha-armadura, donde el cañón giratorio comenzó a moverse y tomar velocidad milésimas de segundo antes de vomitar miles de proyectiles de metal fundido reforzados por energía cinética.

Esas milésimas de segundo bastaron a Meredith para disparar tres veces.

Las finas láminas de metal acelerado abandonaron el cañón de la pistola y volaron hacia Bacta. Un empujón de leve telequinesis y una petición tecnopática causaron que sus trayectorias se curvasen e impactasen de lleno en el brazo de la mecha-armadura.

No causaron daños serios a su blindaje, no lo inmovilizaron. Pero golpearon los puntos precisos y exactos que propiciaron que el cañón giratorio se atascase, incapacitándolo.

“¡No! ¡NO!”, gritó Bacta, “¡OTRA VEZ NO! ¡NO ME LA VAS A JUGAR DE LA MISMA MANERA, BRUJA!”

Meredith no se dignó en dar respuesta. Había comenzado a correr hacia el mismo punto en que se encontraban Tobal y Goa a cubierto. Pudo escuchar como Bacta daba órdenes a los operativos para abrir fuego. Al mismo tiempo que daba el último salto que la haría caer de bruces contra el suelo tras el contenedor de metal, Meredith Alcaudón efectuó un último disparo casi sin mirar.

De nuevo, la trayectoria del proyectil se  curvó de forma antinatural. Pasó por debajo de Bacta, entre las piernas de la mecha-armadura casi rozando el suelo antes de volver a ascender y impactar de lleno en el cinturón compartimentado de uno de los operativos que acompañaban al supervisor gobbore.

Específicamente en el compartimento con cápsulas de explosivos plásticos.

La explosión no fue gigantesca, pero mató al pobre desgraciado y dejó incapacitados s los dos operativos más cercanos a él, dejando solo ilesos a dos de los soldados de Bacta, la pareja de hermanos lacianos.

Bacta, por su parte, casi cae de morros al suelo, desequilibrado por la explosión a su espalda.

Para cuando recuperó el equilibrio, Alcaudón ya no estaba a la vista, oculta tras los contenedores de metal junto a Tobal y Goa.

“Esto es un poco un déjà vu“, dijo la tecnópata pelirroja recuperando el aliento, “¿No te lo parece?”

“Estás mal de la cabeza”, musitó Tobal.

A su lado, Goa mostró más entusiasmo, “¡Eso ha sido el pito, señora Alcaudón!”

“La polla, Goa”, corrigió la tecnópata, “Ha sido la polla. Pero me temo que no hemos salido de esta.”

Algo silbó por encima de ellos y un misil chocó contra el otro extremo del hangar. Sintieron el impacto y una onda de aire caliente empujándolos contra el contenedor. Otros dos misiles volaron, alcanzando el lado derecho del hangar y uno más golpeó el fuselaje de la nave, propiciando una bola de fuego peligrosamente cercana.

Bacta había comenzado a reír de nuevo.

“¡Tenemos que salir de aquí!”, gritó Tobal.

“Hay que buscar una forma. Tienen la única salida cubierta, tenemos que… ¡Goa, no!”, exclamó Meredith.

La joven vas andarte había salido a la carrera por el lado izquierdo del container, haciendo aspavientos con sus brazos.

“¡Aquí! ¡Aquí señor Bacta!”, gritó, “¡Seguro que no puede cogerme, viejo saco de pulgas!”

Tobal saltó hacia la muchacha. Intentando arrastrarla de nuevo a cubierto, dándole vueltas a qué la habría llevado a intentar aquel burdo intento de distracción.

El suelo tembló. 

Meredith salió por el otro lazo, pistola en lo alto, esperando poder atinar un disparo entre un millón que salvase sus vidas.

Bacta rió de nuevo, el disparador de misiles sobre el hombro derecho de su mecha-armadura iluminado de nuevo con luz verde, listo para disparar.

El suelo tembló de nuevo, y esta vez todos en el hangar perdieron el equilibrio por un instante, como si un terremoto intenso hubiese golpeado por un segundo.

Un estruendo metálico silenció a todos los demás sonidos del lugar.

El techo del hangar se abrió como si fuese de papel y algo grande descendió con una rapidez pasmosa, aplastando a Legarias Bacta como si fuese un insecto. La mecha-armadura se plegó sobre sí misma bajo el tremendo impacto y el cuerpo del gobbore se convirtió en una pasta sanguinolenta casi informe, muriendo en el acto.

La fuerza del golpe hizo temblar el suelo de nuevo, con más intensidad que antes.

El cerebro de Meredith tardó unos segundos en comprender que lo que estaba viendo era un enorme puño plateado y rojizo al final de un brazo igualmente gigantesco que había atravesado el techo del hangar de la misma forma que ella hubiese podido agujerear una caja de cartón de un puñetazo.

Se produjo el sonido de disparos. Alarmada, Meredith constató que Tobal y Goa estaban bien, igual de pasmados que ella a juzgar por la expresión de sus rostros.

Por el contrario, los dos operativos que habían quedado vivos acompañando a Bacta habían caído con agujeros de bala en sus cabezas.

Tras ellos pudo atisbar dos figuras recortadas a la luz del exterior en el agujero de entrada. Una era humanoide. La otra, pistola en mano, parecía ser un phalkata.

El puño gigante se alzó en al aire, dejando tras sí los restos aplastados en un pequeño cráter. La enorme extremidad comenzó a brillar y de repente, después de un destello de luz cegadora, una figura humanoide femenina y musculosa, envuelta en un extraño traje plateado y rojizo, con un extraño orbe en el pecho y un casco de ojos insectoides dorados se encontraba en el centro del hangar.

Justo delante de Meredith.

La extraña indumentaria comenzó a desvanecerse en leves partículas de luz azulada, dejando ver a una mujer atliana joven, de piel azulada, ojos ámbar, y una altura y físico poco habituales para su especie, enfundada en una camiseta blanca de tirantes, pantalones negros y botas.

La recién llegada sonrió, como si se alegrase de veras de ver a Meredith.

“Meredith Alcaudón, supongo", dijo, "Me llamo Dovat."