lunes, 22 de mayo de 2023

112 EL ÚLTIMO DÍA (VIII)

 

Los garmoga fueron los primeros en despertar de su aparente letargo. Manteniendo las distancias durante toda la metamorfosis de las esquirlas, las abominaciones biomecánicas parecieron entrar en un nuevo frenesí cuando el gigantesco ser tomó su forma final.

El enjambre cayó sobre la esquirla gigante cubriendo casi toda la superficie del ser, sobre todo en torno a la cabeza y la parte superior del torso. Por unos instantes la negrura de su cuerpo acristalado se convirtió en una cobertura viviente de masa gris cambiante y mutable al tiempo que los garmoga intentaban devorarlo.

Pero lo que se estaba produciendo era justo el efecto contrario.

Miles de agujas emergieron del cuerpo de la esquirla. Como si todo su ser se hubiese convertido en un arbusto espinoso antropomórfico. Los garmoga fueron empalados, absorbidos y consumidos entre chirridos metálicos. Por cada una de las bestias que conseguía arrancar un pedazo del cuerpo de la gigantesca monstruosidad, un centenar más eran absorbidos sin miramientos.

Al margen de esa reacción, casi automática, la esquirla gigante no dio señal alguna de percibir la presencia de los garmoga.

El ser comenzó a arrodillarse, con una engañosa lentitud. Cuatro kilómetros de altura en movimiento pudieron sentirse en las vibraciones del aire a su alrededor y en el temblor que recorrió el suelo cuando sus rodillas chocaron contra la superficie.

Extendió sus manos y clavó sus dedos en la tierra agrietada y quemada de lo que había sido el centro de la diezmada ciudad. Sus dedos se hundieron, y cientos de ramificaciones cristalinas nacieron de los mismos, clavándose también en el suelo. Era como si sus manos se hubiesen transformado en un grotesco sistema de raíces.

“Esperaba que los garmoga pudiesen ganar tiempo pero parece que no podrá ser… ¡Tenemos que frenarlo!”, exclamó Rider Green.

La Rider renegada volaba a toda velocidad en pie sobre el lomo de su Dhar Komai, Teromos. El enorme dragón verde parecía como siempre estar envuelto en una nube de gas tóxico de color escarlata.

A su lado volaban Alma Aster, Rider Red, y su Dhar Komai Solarys. Ambas unidas, casi fusionadas por el constructo de energía que las envolvía. Una armadura de luz solida conjurada a partir del mismo poder del Nexo que permitía a Alma normalmente materializar su arma, Calibor.

“¿Qué es lo que está haciendo exactamente?”, preguntó.

“Un proceso acelerado de la misma asimilación que habrían terminado realizando las esquirlas en una infestación normal”, explicó la Rider Green, “Esos dedos y esas púas están medrando como raíces y taladrando hacia el núcleo del planeta. Si lo alcanza llevará a cabo una reacción energética inmediata y Occtei y todo lo que hay sobre su superficie se convertirá en una extensión de ese ser y por lo tanto de la misma Keket.”

“Entonces debemos…”, comenzó a decir Alma, viéndose interrumpida súbitamente cuando Keket se materializó frente a las dos, golpeando con su lanza y generando un arco de energía dorada que golpeó de lleno a las dos bestias draconianas, desviándolas de su ruta y haciéndolas caer.

“¡Maldita sea!”, exclamó Alma.

Rider Green por su parte saltó desde el lomo de Teromos y se arrojó contra la Reina Crisol. El aspecto de Keket seguía alterado tras su invocación de la esquirla gigante. Su aspecto cristalino había dado paso a algo que parecía una sombra viviente, un desgarro de oscuridad antinatural caminando entre la materia de lo tangible.

El ataque de la espada de zafiro de la Rider renegada fue detenido con una mano desnuda.

“No dañareis a mi Am Kek”, dijo.

“Hum, así que esa cosa tiene un nombre”, replicó Rider Green.

“Os frenaré. A ti y a la guerrera roja.”

“¿Y qué hay de la sombra que está de nuestro lado?”

“¿Qué?”

De repente, un agudo silbido llenó el aire. Desde las alturas, casi desde el borde de la atmósfera, una diminuta forma oscura descendía a toda velocidad directa hacia la gigantesca figura de Am Kek.

Sarkha no era el más grande los Dhar Komai. Pero era el más veloz. Y con la energía acumulada por su aceleración, su ataque podía ser uno de los más devastadores y precisos, como los proyectiles de su jinete Athea Aster.

El Dhar descendió directo hacia la cabeza de  Am Kek para frenar de golpe a solo unas docenas de metros de su objetivo al tiempo que una bola de luz oscura escapaba de sus fauces e impactaba contra el cráneo del gigante.

La explosión no fue gigantesca pero si extremadamente poderosa. Lo suficiente para hacer que la enorme cabeza de Am Kek se sacudiese como si hubiese recibido un golpe directo. Fragmentos de cristal volaron dejando una profunda marca en el cráneo de la criatura al tiempo que esta se inclinaba ligeramente a la derecha. Pero no cayó, sus dedos siguieron agarrados a la tierra como anclas, hundiéndose más en la superficie del planeta que comenzaba a dar señales de cristalización a su alrededor.

Sarkha dio una vuelta en círculo en torno al gigante, acelerando de nuevo.

“Vamos a intentarlo otra vez, muchacho”, dijo Athea.

Keket presenció la escena conteniendo un grito de rabia. Arrojó a Rider Green y sin prestarle más atención la Reina Crisol voló hacia su criatura, interceptando al Dhar Komai de color negro. Keket golpeó con sus palmas y una onda de energía dorada explotó a su alrededor como una burbuja incandescente.

Sarkha fue alcanzado de lleno y comenzó a caer girando sobre sí mismo.

La fuerza centrífuga fue tal que en el interior de su silla-módulo, Athea golpeó la cobertura de la cápsula de contención hasta quebrarla. La Rider salió físicamente despedida de su Dhar, cayendo desorientada a gran altura y a una velocidad vertiginosa. Athea Aster habría golpeado de lleno el cuerpo de Am Kek, donde sin duda la aguardaba el mismo destino que los drones garmoga aún siendo consumidos. Por fortuna ese no fue el caso…

Algo chocó con fuerza contra ella y Athea sintió unos brazos abrazando su rostro. No pudo ver quien la sostenía pero quien quiera que fuese había volado o saltado con la suficiente velocidad y fuerza para interceptarla y desviarla. La Rider Black y la persona que la había salvado cayeron sobre el suelo, a centenares de metros del gigante, golpeando la superficie quemada y dañada aún cubierta por las ruinas y cimientos expuestos del centro de la ciudad.

Solo unos instantes tras el impacto Athea pudo recuperar la suficiente capacidad cognitiva para reconocer a quien la estaba sujetando aún. Una figura femenina, ligeramente más alta que ella, cubierta por los rasgos inconfundibles de la bio-armadura Glaive.

“Ouch… hola, mamá.”

Su hija, Alicia Aster.

“¡Alicia”, exclamó Athea. Su casco se disolvió en volutas de humo negro dejando su rostro al descubierto al tiempo que se incorporaba y tomaba a Alicia entre sus brazos. La Aster más joven devolvió el abrazo al tiempo que la armadura Glaive también se retraía parcialmente en torno a su cabeza y hombros.

“Creo que prefiero seguir siendo camarera, mamá”, dijo, “Esto de pelear contra monstruos es muy estresante.”

Athea se separó, sin dejar de sujetar a su hija por los hombros, mirándola fijamente, buscando la más mínima señal de daño, “¿Estás bien? ¿Te han herido?”, su voz normalmente calmada y estoica estaba comenzando a cobrar un matiz nervioso, “¿Qué te llevó a usar la Glaive? Esa cosa podría consumirte, es…”

“¡Mamá!”, interrumpió Alicia, “Estoy bien… estoy aguantando la Glaive mejor de lo que pensaba. No notó de momento que haya intentando consumir mi energía vital.”

“Aún así, entrar de este modo en combate…”

“No he entrado en combate, solo he saltado a coger a mi madre”, Alicia volvió su mirada hacia la monstruosa figura del tamaño de una montaña aún arrodillada en el suelo, “Además, no soy yo quien se va a poner a golpear a ese monstruo.”

Un grito retumbó en el área, como exclamado por mil voces.

“¡KAM-EN!”

Algo se movió bajo Am Kek, algo saltó directo hacia la criatura.

“¡¡KICK!!”

Kam-en, Shin, saltó desde la superficie como un cohete insectoide y golpeó con una fortísima patada vertical. Una vez más el gigante recibió un impacto sobre su cabeza, esta vez en su mandíbula inferior cortesía de la patada del supersoldado eldrea. El cuello de Am Kek restalló como un látigo cayendo todo su cuerpo hacia atrás. Esta vez sus manos si se vieron separadas de la superficie, dejando tras de sí zarcillos de cristal negros resquebrajándose al tiempo que su dueño comenzaba a caer aturdido…

“¡Tenemos que alejarnos, el impacto de algo de esa envergadura va a ser…!”, gritó Athea.

De forma súbita, formaciones cristalinas como púas y columnas emergieron de repente de la espalda de Am Kek, impactando contra el suelo tras él y manteniendo su torso en alto impidiendo que se derrumbase por completo.

Frente a la bestia, Shin descendía en caída libre, incapaz de volar por sus propios medios, pensando en cómo desplazarse lo más pronto posible a la retaguardia del enemigo y destruir aquellos pilares antes de que el gigante se incorporase de nuevo y continuase su labor.

Desgraciadamente, Keket no estaba de acuerdo con ese plan.

La Reina Crisol embistió en el aire contra el guerrero insectoide, sujetándolo por el cuello. El guerrero forcejeó intentando soltarse, pero la presa de Keket era demasiado fuerte.

“Así que tu eres la curiosa aberración inmune a la asimilación de mis esquirlas”, dijo la Reina, “Algo notable, pero estoy segura de que si aprieto un poco más podría reventar tu cabeza igual que si se tratase de un sucio grano lleno de…”

No terminó la amenaza. Una enorme figura draconiana carmesí embistió contra ella causando que soltara a Shin. El guerrero eldrea cayó al suelo al tiempo que recuperaba el aliento, girando sobre sí mismo para tomar tierra en una posición que le permitirse saltar de nuevo a las alturas lo más prontamente posible. Al tiempo que caía vio como la figura del Dhar Komai Solarys, envuelta en una suerte de armadura de luz que rodeaba toda su figura, arrojaba zarpazo tras zarpazo a Keket.

En un momento dado, la Reina Crisol consiguió detener uno de los golpeas agarrando la enorme garra de la bestia por unos instantes, como si aguardase algo, pero nada sucedió antes de ser golpeada de nuevo.

“Parece que Shin ya no es el único inmune a tu toque de la muerte, Keket”, dijo Alma Aster. La voz de la Rider Red resonó desde el interior de la silla-módulo de Solarys casi como si hablase a través de la propia dragona como si las dos fuesen un único ser, “Ahora podemos golpearte sin reservas.”

De haber tenido fluidos en su cuerpo, la Reina Crisol, habría escupido con desprecio, “¿Crees que así consigues algo? Mi poder sigue creciendo minuto a minuto. Mientras mi pirámide, mi sarcófago, corone los cielos de este mundo ningún daño que me causes será duradero. Y pronto mi Am Kek consumirá esta bola de barro y heces que llamas hogar.”

“Que patética mezquindad”, dijo Alma, “Esto es lo que eres realmente ¿no? Más allá de cualquier pretensión legítima que tu gente haya podido sufrir, al final del día eres una malcriada que toma lo que quiere y no puede asimilar que otros le planten cara.”

“¡Todo aquello que quiebra la armonía de la oscuridad del eterno vacio me pertenece por derecho de conquista!”, gritó Keket, “Vosotros, miserables corpúsculos de luz no podéis disputarlo, ni tampoco tu Amur-Ra ni su gente, ni vuestros predecesores los Rangers!”

Am Kek comenzaba a incorporarse de nuevo. En las alturas, el ojo sanguinolento de la pirámide de Keket brillaba con más intensidad que nunca arrojando ataque tras ataque a la flota. Y la Reina Crisol estaba envuelta de nuevo en un aura dorada nacida de su corona que contrastaba con la oscuridad que formaba su cuerpo.

“¡Soy soy la verdadera Tiniebla! ¡La última hija de las Calamidades!”, exclamó, “¡Yo y solo yo! ¡Ni el Anti-Dios y sus sequitos! ¡Ni el Imperio Máquina! ¡YO! ¡Yo soy la verdadera oscuridad!”

El aura dorada se disipó y una suerte de calma antinatural pareció caer sobre la Reina. Keket lanzó una mirada hacia Am Kek, pero Alma se percató de que no miraba al gigante sino a los restos del enjambre garmoga que continuaban intentando devorarlo fútilmente, “Solo yo. No él. Nunca él…”

Y entonces, el cielo estalló. Desde la oscuridad del espacio, por encima de la pirámide de Keket, tres gigantescos destellos de luz naranja, azul y púrpura colorearon las alturas. El ozono sobrecargó el aire y un relámpago naranja gigantesco con la envergadura que uno podría esperar del brazo de una deidad de tiempos antiguos embistió contra la pirámide sarcófago de Keket.

La Reina Crisol gritó, como si la electricidad recorriese su mismo cuerpo.

En el interior de su silla-módulo, Alma Aster oyó a través del lazo que unía a Riders y Dhars una voz inconfundible.

“¡Sentimos la tardanza!”, exclamó Avra Aster, Rider Blue, “¡Es que tuvimos que limpiar todo un planeta antes de venir a este!”


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