Avarra.
Nada más salir del hiperespacio justo
por encima de las capas más altas de la atmósfera del planeta, sintieron su
presencia.
Fue como una súbita presión impregnando todo, aún a miles de kilómetros de distancia.
Chocó contra las mentes y las mismas
almas de los Riders como el oleaje contra las rocas. Cayó como un gran peso
sobre sus espíritus, acompañado de una oleada de miedo e intimidación. Los
Dhars, sintiendo inmediatamente la inquietud de sus jinetes, rompieron
formación y comenzaron a volar erráticamente.
“¡Tranquila, peque! ¡Tranquila!”,
gritó Alma Aster en el interior de su silla-módulo, al tiempo que intentaba
centrar su mente en el lazo psíquico que compartía con Solarys para calmar a la
gigantesca criatura.
Sus hermanas y hermanos llevaban a
cabo el mismo acto con sus respectivos Dhar Komai. Algunos, como Adavante o
Tempestas, se calmaron enseguida, pero otros requirieron un esfuerzo mental
extra, como en el caso de Volvaugr y sobre todo el de Sarkha. El Dhar Komai
negro de Athea Aster siempre había sido el más impredecible e independiente de
las bestias draconianas de los Riders, e incluso tras conseguir apaciguarlo
podía percibirse como la criatura parecía estar en mayor tensión que los demás.
“¿¡Qué cojones ha sido eso!?”, exclamó
Avra Aster, recuperando el aliento e intentando ignorar como los latidos de su
corazón se habían acelerado.
“Algún… algún tipo de proyección
espiritual, supongo”, comenzó Armyos.
“No”, interrumpió Antos, “Eso era
poder puro, sin contención. No oculta su presencia… es lo contrario de lo que
hacemos nosotros, siempre mantenemos nuestro poder contenido hasta cierto
punto.”
“Si lo hemos sentido aquí arriba, no
quiero imaginar el daño psíquico pasivo que puede estar causando en la superficie
a las tropas del concilio o a la población en evacuación”, dijo Alma.
“Lo creas o no, lo estarán llevando
mejor que nosotros”, explicó Antos, “Nuestra conexión con el Nexo nos hace más
sensibles a… bueno, a eso. Una persona normal no tiene los sentidos lo suficiente
afinados para recibir un golpe así de lleno, no importa a qué especie
pertenezca.”
“Así que además del riesgo físico nos
arriesgamos a un daño psíquico si nos enfrentamos directamente con Keket”,
observó Athea.
“Genial, esto mejora por momentos”,
gruñó Avra, “¿Nos dejamos ya de cháchara?”
En el interior de su silla-módulo,
Alma Aster asintió. Aunque los demás no podían ver el gesto sintieron su
resolución a través del lazo que los unía.
“Procederemos como cuando apoyamos a la Balthago en Krosus. Los Dhar Komai con la flota y nosotros en el planeta”,
comenzó, observando la disposición de la flota del Concilio y su infructuosa
batalla contra los constructos piramidales, “Tres Dhars para cada pirámide,
manteniendo distancias y atacando en busca de puntos vulnerables. Mientras
tanto nosotros saltaremos a la superficie.”
La silla-módulo en el lomo de Solarys
se abrió y Alma Aster emergió, dejando que la ingravidez la extrajese sin
esfuerzo. Los demás Riders siguieron su ejemplo, observando el planeta bajo
ellos.
“No resulta difícil determinar dónde se encuentra ella a pesar de todo lo expansivo de su presencia”, dijo Athea.
“Cierto. Sigue situada en las
coordinadas de lo que queda de la capital. Y apostaría a que ya sabe que estamos aquí”,
respondió Alma, “Preparaos para el descenso.”
“Muy bien. Seré yo quien lo pregunte”,
añadió Avra, con una sonrisa lobuna oculta por su casco, “¿Cráter o Destello?”
******
Keket estaba exultante. Por primera
vez en cientos de milenios tenía que hacer un esfuerzo para mantener la
compostura y no caer en risas juveniles.
Aún no la tenía en su mano extendida
sobre el suelo cristalizado, pero podía sentirla moviéndose bajo la superficie,
ascendiendo a su llamada a pesar de todos los irritantes sellos de protección
mágica que había encontrado a diversas profundidades.
El fragmento de su corona quebrada
pronto rompería la última barrera y volaría a sus manos desde los abismos en donde había sido sepultado hace milenios.
Fue en ese instante cuando volvió a
sentirlos. Se habían tomado su tiempo desde su llegada hasta ahora. Keket
presumió que, al igual que con los Rangers de antaño, su presencia y la presión
generada por su poder en los ámbitos del espíritu y el alma habían causado
cierto nerviosismo y descontrol entre los recién llegados Riders.
Eso la tranquilizó, la hizo ignorar y
aplastar la semilla de incertidumbre que habían sembrado el día anterior.
Pero ahora parecía que habían
conseguido centrarse, y Keket sintió un estallido de poder en las alturas a
miles de kilómetros de distancia…
… replicado casi instantáneamente y de
forma explosiva a sus espaldas.
Cinco destellos de color y energía
inundaron el área a unos cincuenta metros de su posición. El poder desatado en
forma de onda expansiva habría arrojado por los aires a cualquier otro
desafortunado ser que estuviese cerca del área, pero Keket se mantuvo firme.
No se movió ni un milímetro, ignorando
el aire y la nube de escombros volando a su alrededor. En ningún momento
retrajo su brazo extendido, manteniendo su palma abierta hacia el suelo.
Los destellos de luz se atenuaron y la
humareda levantada se disipó. Y frente a ella la Reina de la Corona de Cristal
Roto pudo ver por fin a los Riders en persona. Resultaron ser una visión
familiar y extraña al mismo tiempo.
Las armaduras de los antiguos Rangers
solían imitar a tejidos, buscando flexibilidad pareja a la protección, con sus
cascos y ocasionalmente otras piezas de vestuario menores siendo los únicos
materiales rígidos. Pero a pesar de los cientos de variaciones entre
escuadrones, la constante es que la armadura era obviamente un traje.
En cambio, las armaduras de los Riders
parecían casi una segunda piel blindada que abrazaba el cuerpo y musculatura de
su portador, de un material brillante y que extrañamente le recordó a su propio
cristal. Había algo orgánico en ellas, al tiempo que daban la impresión de ser
luz sólida, materializada por pura fuerza de voluntad. El aspecto metálico de
los cascos, ornamentados con detalles draconianos, era el mayor factor de
divergencia.
Había también otros detalles mejores
que solo podía percibir si se concentraba, aunque fuese solo un poco.
La armadura del Rider púrpura, delgado
y esbelto, parecía emitir constantes y pequeños destellos a cada movimiento,
como si bajo su cristalina superficie hubiese minúsculas explosiones de poder
contenido. La azul, baja y musculosa, chisporroteaba ocasionalmente con
pequeñas chispas de electricidad en sus articulaciones. El naranja – ¿o quizá
era alguna variación de dorado?– refulgía como si reflejase llamas sobre su
corpulento físico. La Rider de la armadura negra, de complexión atlética,
parecía una sombra viviente absorbiendo la luz. Era algo que Keket abría
aprobado si no fuese por el aura de pálida y tenue luz blanca que parecía
emitir en contraste.
Finalmente, adelantada al resto, la
Rider de la armadura roja. De físico fuerte aunque sin llegar a los niveles de
la azul y el naranja. La más alta de los cinco y lo más probable, como solía
ser habitual con aquellos que lucían armaduras de tan detestable color, la
líder. Su armadura era de un rojo profundo y vivo, casi sanguíneo, dando la
impresión de tener una superficie en constante movimiento. Una capa ondeaba a
su espalda. Era la única con semejante añadido.
“Keket”, dijo. Fue tanto una
afirmación como lo más parecido a un saludo que iba a recibir.
La Reina de la Corona de Cristal Roto
sonrió con la gracia de un monarca.
“Rider Red, presumo.”
Y en ese instante, con un sonido seco
al atravesar el suelo quebradizo, un fragmento de cristal ambarino emergió
junto a sus pies y voló hasta su mano.
Los Riders sintieron el cambio al
instante. Las Cinco Luces del Universo retrocedieron un paso al unísono, por
puro instinto. Sus armas se materializaron en sus manos en un instante.
Curioso, pensó
Keket, sus armas son proyecciones de
poder y no objetos físicos. Hasta en eso son diferentes.
“Riders”, dijo, dejando de lado sus
pensamientos, “Ayer cometisteis un pecado imperdonable contra mi persona. Mi
primera conquista, mi nueva cuna para mis esquirlas, borrada de la existencia por
vuestros actos.”
Keket giró el fragmento ambarino de su
corona sobre la palma de su mano, observándolo mientras hablaba.
“Por ello os arrebataré lo que os
resulta más querido. Un mundo por un mundo, por desgracia no voy a poder
malgastar mi tiempo con vosotros aquí y ahora”, prosiguió, “Ya tengo lo que he
venido a buscar.”
La respuesta de Alma Aster fue un
nombre.
“Athea.”
La última vocal apenas había
abandonado sus labios cuando el proyectil disparado por la Rider Black ya
surcaba el aire en dirección a la mano de la Reina Crisol. Buscando arrancar
aquel fragmento de la misma. Ninguno de los Riders sabía exactamente qué era
aquella cosa, pero incluso con un vistazo superficial a la Reina pudieron atar
cabos.
Sobre el rostro desconcertantemente
humano de Keket descansaba una corona de cristal ambarino fragmentada, y si
aquel pedazo en sus manos era la parte necesaria para completarlo… Bueno, Alma no
sabía exactamente qué ocurriría, pero todos sus instintos le estaban gritando para impedir que aquella corona volviese a
estar completa una vez más.
Y así, la flecha de energía oscura de
Athea voló veloz y certera hacia su objetivo.
Para frenar en seco en el aire, a
menos de un centímetro del pedazo de cristal en la mano de Keket. Los Riders
pudieron sentir de nuevo el poder emanando de la Reina cuando su mera fuerza de
voluntad materializada en un acto de telequinesia frenó el ataque de Rider
Black apenas sin esfuerzo.
“Loable”, dijo Keket al tiempo que
tomaba la flecha entre sus manos, antes de que esta se disolviese, “Hum, energía
pura condensada. He visto ataques similares, aunque ejecutados de forma menos
elegante en el pasado. Mis felicitaciones.”
La Reina de la Corona de Cristal Roto
comenzó a levitar, alzándose varios metros por encima de los Riders, “Pero como
ya he dicho, no pienso malgastar tiempo con vosotros. Sois apenas una sombra de
lo que eran mis antiguos enemigos, y mi nueva Guardia Real será más que
suficiente para lidiar con vuestro limitado poder.”
“¿Guardia Real?” musitó Antos.
Keket hizo caso omiso y chasqueó los
dedos. El suelo a una docena de metros frente a los Riders estalló y cinco
figuras emergieron de un salto, situándose ante los Aster adoptando posiciones
de combate.
Las cinco figuras eran esquirlas humanoides,
sin ningún rastro morfológico significativo que delatase sus especies de origen.
Pero a diferencias de otras esquirlas, solo una de ellas presentaba un cuerpo
cristalino de un negro oscuro como el de la noche profunda. Las otras cuatro
eran de cromatismos más vivos: rojo, amarillo, azul y rosa.
Sus cuerpos, más robustos y mejor
proporcionados que los de una esquirla común, parecían esculpidos en piedras
preciosas. Y sus rostros…
“¿Pero qué coño…?”, dijo Antos.
“Sus cabezas, sus rostros, parecen…”,
comenzó Armyos.
“Se asemejan a nuestros cascos”, dijo
Alma, “O quizá, a los cascos de los Rangers.”
“Imitaciones”, dijo Athea.
“No”, replicó Keket, “Reflejos. Reflejos
del fracaso de vuestros predecesores y del vuestro. Mi Guardia Real va a…”
Una carcajada cortó en seco a Keket.
Avra Aster estaba agachada, con sus
manos sobre el estomago, partiéndose de risa.
Los demás Riders no bajaron la
guardia, pero no pudieron evitar mirar con desconcierto a su hermana pequeña. Frente
a ellos, las esquirlas de la Guardia Real de Keket mantuvieron sus poses de
combate, pero ligeros movimientos casi imperceptibles delataban cierta sorpresa
ante lo que estaban presenciando.
En el aire, Keket observaba intentando
evitar que la perplejidad se reflejase en su rostro.
“Uh… ¿Avra?”, preguntó Antos con
cierto nerviosismo, “¿Y este ataque de histeria?”
Las carcajadas de la Rider Blue se
volvieron más entrecortadas al tiempo que recuperaba el aliento y señalaba a
Keket.
“¡Aaay, ja, ja, ja! ¿Mierda, es que no lo
veis?”, preguntó, “¡Está cagada de miedo!”
Un silencio sepulcral cayó sobre el área.
El rostro de Keket era una máscara inexpresiva. Avra siguió hablando, señalándola
a ella y a su Guardia Real.
“Es que está clarísimo… si no fuese
así ahora mismo nos la estaríamos viendo con tus esquirlas de toda la vida,
como las que encontramos en la luna de Valphos. Pero te acojonamos tanto que te
has tenido que sacar de la manga a estas ediciones especiales de colorines, y
además plagiando nuestro rollo. Que carencia de estilo, joder.”
La Reina Crisol se mantuvo en silencio
y sin que ni un milímetro de sus rasgos faciales se moviese. Pero un aumento en
la presión del aire denotó una irritación creciente. Avra sonrió bajo su casco
y haciendo caso omiso siguió hablando.
“Así que ahórrate el rollito de que estamos
por debajo de tu consideración o demás gilipolleces de que solo somos una
sombra de tus viejos enemigos… Lo que hicimos ayer te habría forzado a
cambiarte los pantalones si los usases”, dijo la Rider Blue, para rematar con
una reverencia burlona, “Su Majestad.”
Se hizo de nuevo el silencio. Los Riders
observaban a su hermana con una mezcla de asombro y horror, pero también cierto
orgullo. Keket mantuvo su mirada fija en la guerrera de color azul, al tiempo
que cerraba su puño sobre el fragmento ambarino de su corona.
Una única palabra delató lo que sentía
realmente tras oír todo aquello.
“Matadlos.”
La Reina Crisol salió disparada hacia
las alturas, volando a los cielos con una detonación de poder explosivo al
desplazar una gran masa de aire con su
brusco movimiento.
Al mismo tiempo, las cinco coloridas
esquirlas de la Guardia Real se arrojaron contra los Riders.
Y Avra Aster, con su espadón materializándose
una vez más en sus manos, rió de nuevo.
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