jueves, 10 de noviembre de 2022

092 DÍA SEGUNDO (II)

 

Luna de IX-0900

La puerta de su celda se abrió. Legarias Bacta alzó la vista.

En el umbral, recortada por el resplandor de la tenue luz natural llegada del exterior, la figura de un individuo reptiloide –posiblemente un laciano– de gran envergadura sostenía un artilugio en sus manos con el que parecía haber fundido la cerradura.

Todo su cuerpo estaba cubierto en un traje negro, ajustado, con microfibras blindadas en torno a los principales puntos vitales. Un cinturón gris lleno de compartimentos adornaba su cintura, junto con una funda para un arma corta. Su cabeza estaba cubierta por un casco semitransparente que dejaba parcialmente visible el rostro crocodiliano tras el visor. Posiblemente contaba con capacidades de polarización que permitirían oscurecer el material y ocultar la identidad del operativo.

Pues si algo estaba claro, es que aquel recién llegado tenía que ser un miembro de los operativos. Cualquier duda al respecto se disipó con sus próximas palabras.

“¿Supervisor Bacta?”, preguntó.

Bacta se incorporó, soltando sus manos de las ya aflojadas correas de sujeción y haciendo un gesto de desempolvar sus ropas, para acto seguido estirar su espalda con un sonoro crujido de sus vértebras antes de lanzar una mirada irritada al operativo.

“¿Por qué habéis tardado tanto?”, preguntó, “¿Sabéis cuánto hace desde que marqué esa señal?”

“Señor, necesito verificar su…”

Bacta avanzó y situó su índice sobre el hocico cubierto del operativo laciano, silenciándolo.

“Avatus Petricor Zmeda 060200 Lemarchand”, dijo, “Y vuelvo a preguntarte ¿por qué habéis tardado tanto?”

“Nos encontramos en un sistema bastante remoto señor, lejos de la mayoría de nuestros teatros de operaciones habituales”, comenzó a explicar el operativo, “La señal taumatúrgica de su runa necesitó…”

“Excusas, excusas”, farfulló Bacta. En ese momento, un brillo extraño apareció en sus ojos y una sonrisa torcida y cruel adornó su hocico lobuno. Un sonido jadeante y entrecortado comenzó a surgir de su garganta.

El operativo laciano tardó unos segundos en darse cuenta de que era una risa.

“¿Señor?”

“En fin… ¿Cuántos sois?”, preguntó Bacta al tiempo que apartaba al laciano para salir de la celda. El supervisor de los operativos olisqueó el aire al salir, con una expresión irritada en su lupino rostro gobbore de pelaje blanco. Los olores en el aire eran extraños y había algo que no terminaba de encajar con lo poco que había captado desde el interior de la celda improvisada durante su involuntaria estancia.

Mientras tanto, el operativo laciano respondía a su pregunta, siguiendo sus pasos.

“La primera recepción de la señal fue por parte de uno de nuestros monitores en Murnasseya, se iniciaron los procedimientos estándar y el Sha Supervisor designado determinó que…”

Bacta se detuvo de golpe en el pasillo, haciendo que el operativo casi chocase contra él. El gobbore se giró y clavó una mirada furiosa e irracional en el laciano. Pese a ser éste más alto y de mayor envergadura, tuvo que reprimir el impulso de retroceder un paso.

“No te he pedido un puñetero informe. Ya lo leeré cuando me plazca. Solo quiero saber cuántos sois.”

“Uh… somos… un destacamento de nueve, señor”, comenzó el operativo, “Cuatro se han quedado en el punto de encuentro y extracción mientras que cinco procedimos con la operación para localizarle y asegurar su condición tras estar peinando el área durante los últimos días. Nuestras designaciones son…”

“Me importan un carajo vuestros nombres… Vamos, reunámonos con el resto de tu equipo.”

Avanzaron por el pasillo hasta llegar a lo que parecía una sala principal. Un tabique orientado al exterior había sido derrumbado parcialmente por una carga explosiva, dejando entrar al viento y lluvia desde la calle. El olor de la humedad intensa y la frialdad del aire irritaron aún más el hocico de Bacta.

Los otros cuatro operativos de aquel grupo se encontraban en la sala, rastreando la zona y sus accesos.

Por el contorno de sus figuras en sus trajes de combate negros, Bacta pudo distinguir a una mujer humana –o atliana– armada con una termoespada que resplandecía desprendiendo destellos dorados; otro era un varón vas andarte sosteniendo un rifle pesado que lucía desproporcionado en sus esbeltas manos; un simuras (nunca supo distinguir si aquellos pisciformes eran macho o hembra sin preguntar, ni siquiera son su olfato) con un arma corta individual, posiblemente de proyectiles acelerados; y en último lugar, una phalkata a la que el espeso plumaje azulado y verde lima de su cabeza se le escapaba del casco, jugueteando con la cerradura de una puerta al fondo de la habitación.

Cuando se percataron de su presencia lo saludaron con una formalidad casi marcial. Bacta los ignoró. Un individuo normal habría visto un signo de respeto o deferencia a un supervisor, pero la retorcida mente de Bacta solo veía una colección de parásitos aduladores.

El estar encerrado no lo había ayudado en cuestiones de estabilidad mental.

“¿Los habéis matado?”, ladró, “Hubiese querido al menos a un par vivos...”

Se produjo un silencio incómodo. Los demás operativos se miraron entre sí, tensos. El laciano a sus espaldas tosió levemente.

La phalkata fue la primera en hablar.

“No hay cuerpos, supervisor Bacta. Ninguno de sus captores estaba presente cuando procedimos al asalto de entrada.”

Una sensación fría y desagradable recorrió el espinazo de Bacta y el pelaje blanco del gobbore se erizó. Pero tenía que asegurarse…

“Tras la explosión escuché disparos. Si no había nadie ¿a santo de qué…?”

La atliana (o humana, el visor no permitía atisbar el color de su piel) se limitó a señalar el suelo con su espada, “Al entrar distinguimos una serie de figuras, de ahí la  descarga de disparos inicial, pero…”

Los ojos de Bacta se clavaron en aquello que señalaba sobre el suelo de la estancia, tras uno de los sofás.

Eran tres, acribillados por los proyectiles y  casi fundidos por las cargas calóricas de algunas de ellas.

Maniquíes. 

Tres miserables maniquíes de plástico barato, humanoides, cubiertos con ropajes viejos.

Bacta contuvo una risa histérica, no dando crédito a lo que tenía delante de sus ojos. Acto seguido, una oleada de furia lo invadió. Debió ser visible en su rostro pues la tensión aumentó en el lenguaje corporal de los cuatro operativos ante él.

El laciano a su espalda cometió el error de hablar.

“¿Señor?”

Bacta se giró, con un gruñido animal en los labios, y agarró al laciano por los hombros, tirando de él hacia abajo, aplastando su hocico contra el rostro cubierto por el casco y salpicándolo con saliva al gritar.

“¡ESTÚPIDOS SACOS DE MIERDA INCOMPETENTES!”

“¡Señor!”, gritó de nuevo el alarmado laciano. Pese a su mayor tamaño, Bacta parecía poder zarandearlo como si fuese un juguete de trapo.

“¡Os han visto venir! ¡Esa zorra de Alcaudón ha…!”, gritó Bacta.

“Supervisor Bacta”, interrumpió el vas andarte, “Es imposible que contaran con información de nuestra presencia. Los protocolos…”

Legarias Bacta empujó al laciano, haciéndolo caer al suelo y se giró hacia el vas andarte, señalándole con una de sus garras, “¿Los protocolos? ¿¡Los protocolos!? ¿Cómo el de malgastar días peinando el área dándoles una oportunidad de detectar vuestra presencia?”

Un bufido indignado escapó de los labios del vas andarte, “Eso es imposible señor, con nuestro entrenamiento…”

“¡UNA DE ELLOS ERA ALUMNA MÍA!”, estalló Bacta, “¿¡Cómo creéis que me capturaron para empezar!? ¿No se os ocurrió a ninguno de vosotros, hatajo de negados, revisar los últimos datos de mis operaciones? ¿Nadie tuvo en cuenta el nombre de Goa Minila y su ausencia?”

Su respuesta fue de nuevo el silencio. Bacta sacudió la cabeza con un gesto de desprecio, y jadeando agotado procedió a sentarse en el sofá, golpeando de una patada uno de los maniquíes antes de hacerlo.

“Desgraciados, imbéciles… a esto estamos llegando… años sin problemas cultivan a incompetentes que se creen infalibles y dejan de cubrir las bases…”, farfulló.

“Supervisor”, comenzó la voz de la mujer armada con la termoespada frente a él, “Quizá deberíamos reunirnos con los demás y comenzar la extracción”, dijo, señalando al boquete en la pared que daba al exterior.

Bacta echó un vistazo. Estaban al nivel de la calle. Fría, lluviosa y con viento, parecía desierta. Era de día, pero la luz era tenue y blanquecina y no parecía haber signos de actividad civil. Cuando se trasladaron allí, Alcaudón y Vastra-Oth se habían asegurado de que el operativo gobbore nunca pudiese determinar dónde se encontraba con exactitud.

Debían estar en una zona apartada de las áreas más pobladas. O quizá una en la que los vecinos sabían atender a sus propios asuntos y no meterse en los ajenos.

Bacta suspiró, algo más calmado.

“Si, si. En cuando haya descansado un minuto”, dijo. El gobbore pasó a centrar su atención en la phalkata, “Tú, ¿qué estabas haciendo con esa cerradura?”

La joven dio un pequeño respingo cuando los ojos del supervisor se posaron en ella.

“Uh… ¿estaba intentando abrirla?”

“Cuando te hagan una pregunta no respondas con otra pregunta”, gruño Bacta.

“Bueno… al asegurar la habitación nos percatamos de que la puerta estaba cerrada, y Kovas”, dijo, señalando al laciano, “tenía la única microcarga para su celda, así que estoy intentando forzar el sistema de cierre con un…”

“Vale, vale”, respondió Bacta sacudiendo una de sus manos en un gesto de desdén, “Sigue a ello, quizá hayan dejado algo que podamos usar…”

Se reclinó en el sofá e inspiró hondo, haciendo oídos sordos a los comentarios quedos de los demás operativos y al ruido de artilugios metálicos en la puerta al fondo.

El frío y la humedad empapada de salitre seguían taponando su nariz, pero los olores de la estancia estaban más claros ahora que se había calmado. Podía oler a Alcaudón, Vastra-Oth y Minila. No debía haber pasado mucho tiempo si sus olores aún tenían tanta viveza, tendrían que haberse ido apenas una hora antes del asalto.

Era un rastro fresco. Legarias Bacta sonrió. Si, quizá podría trabajar con aquello, si aún estaban en el planeta podía seguirles. Toda esa condenada lluvia no ayudaría, pero confiaba en sus habilidades. Los gobbore tenían fama de ser los mejores rastreadores de la galaxia por una razón.

Los chasquidos metálicos en la puerta y un quejido de frustración de la joven operativa phalkata atrajeron su atención un instante.

¿Por qué aquella puerta cerrada? ¿Algo que Alcaudón no podía asegurar antes de huir?

Inspiró de nuevo, intentó dejar de lado los olores ya identificados. Ir más allá y determinar que podía haber tras aquella puerta. Había algo en el aire al otro lado, en aquella habitación. Algo como ozono, restos de electricidad que casi podía saborear en su boca, una corriente de olor que…

Los ojos de Bacta se abrieron como platos al reconocer un olor.

Se levantó de golpe, y saltó por encima del sofá, sin media palabra ni dar un grito de alarma, ante el desconcierto de los demás operativos. Comenzó a correr hacia la pared derrumbada, hacia la calle…

… justo cuando la phalkata abrió la puerta con un clic…

La explosión del dispositivo adherido a la puerta la volatilizó, y llamas blancas absorbieron el interior de la estancia abrazando con lenguas ardientes a los operativos al tiempo que la fuerza de la explosión los arrojaba por el aire y destruía sus órganos internos.

Legarias Bacta se salvó, con la fortuna que a veces acompaña a las ratas y los miserables. Saltó por reflejo justo cuando la onda expansiva lo alcanzó. Lo arrojó por el aire atravesando el hueco en la pared en la que habría sido aplastado de no estar derribada.

Bacta cayó de bruces sobre el asfalto, casi al otro lado de la calle. Sintió la humedad del suelo pegada a su rostro magullado y se dio cuenta de que no estaba ileso. Apenas podía abrir su ojo izquierdo,  sus oídos pitaban y su hocico escocía con el olor del combustible.

Alcaudón. Había tenido que ser Alcaudón… La loca había usado una capsula de combustible para vehículos monoplaza. Había montado aquello sabiendo que curiosearían, había…

Intentó incorporarse, reprimiendo un quejido.

Sintió costillas rotas, sin duda al chocar contra el suelo, y al menos uno de sus brazos debía tener una fractura. No había ningún problema con los huesos de sus piernas, pero éstas eran un foco de dolor incandescente. Pudo ver que estaban cubiertas de quemaduras, su carne roja y ennegrecida, sin su pelaje y con restos de ropa fundidos a las heridas.

Su calzado también había desaparecido, dejando pies desnudos que se sentían como caminar sobre cristal afilado cuando finalmente se puso de pie.

Observó el edificio en el que había estado. Un almacén de un solo piso reconvertido en vivienda improvisada. Llamas y humo salían desde el hueco por el que había sido arrojado y también por las ventanas de cristales quebrados por la explosión. Pero aparte de eso la estructura aún parecía estable, sin peligro de derrumbe.

Al menos por el momento.

Tampoco parecía que ningún daño serio había afectado a las construcciones y viviendas circundantes.

Que atenta, pensó, Muy atenta, pensando así en sus vecinos.

Algo se movió entre el humo y las llamas. El movimiento vino acompañado por una tos seca y jadeante.

El mismo operativo que lo había sacado de su celda emergió a través de la apertura de la pared, trastabillando antes de caer de rodillas en el exterior.

Comenzó a toser y a escupir sangre. Su casco estaba quebrado dejado su crocodiliano rostro laciano al descubierto, con una profunda quemadura cubriendo su lado izquierdo. Su traje había desaparecido de cintura para arriba, dejando visible un torso desnudo cubierto por las escamas metalizadas propias de su especie.

En circunstancias normales dichas escamas habrían tenido un cierto brillo grisáceo, pero ahora lucían ennegrecidas. Carbonizadas.

Bacta sacudió su cabeza, incrédulo. Sabía que los lacianos eran duros de roer, pero aquel debía tener también una suerte del demonio.

Se acercó hasta él, cojeando.

“¡Eh! ¡Operativo!”, llamó, “¿Eras Kovas, no?”, preguntó, haciendo el esfuerzo de recordar el nombre mencionado por la desafortunada phalkata hace apenas unos minutos.

“¿S… supervisor?”, preguntó, con la mirada ligeramente vidriosa.

 “¿Puedes levantarte, Kovas?”

“Creo… creo que sí, señor. Los demás… intenté sacar a Nyxa, pero su torso se derritió por la mitad, yo…”

Bacta chasqueó unos dedos frente al rostro reptiliano del joven, atrayendo su atención.

“Está muerta. Y los demás ¿Vas a estarlo tú también o vas a completar tu misión? ¿Funciona tu comunicador?”

El laciano se incorporó, con un gruñido de dolor, al tiempo que se llevaba una mano a su cinturón, rebuscando en sus compartimentos. Sacó un objeto negro, pequeño, del tamaño de un pulgar humano. Presionó en un extremo del mismo y un chasquido de estática resonó al tiempo que tres luces verdes iluminaban el dispositivo.

“Funciona…”, respondió.

“Bien. Esto es lo que vamos a hacer. Vas a llamar a tus compañeros en reserva, los que esperan en el área de extracción. Los instarás a reunirse aquí con nosotros y a que traigan todo su equipo. Y yo seguiré el rastro de los cabrones responsables de esto ¿entiendes?”

Kovas asintió, la expresión aturdida desapareciendo de su rostro y siendo substituida por algo más sombrío.

“Los responsables de esto…”, musitó.

“Si, chico”, replicó Legarias Bacta con una sonrisa torcida y grotesca, haciendo caso omiso del dolor en su rostro hinchado y de las lágrimas que escapaban de sus desquiciados ojos por el dolor de sus piernas.

“Vamos a terminar con esto de una puta vez.”

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