Luna
de IX-0900
La puerta de su celda se abrió.
Legarias Bacta alzó la vista.
En el umbral, recortada por el
resplandor de la tenue luz natural llegada del exterior, la figura de un
individuo reptiloide –posiblemente un laciano– de gran envergadura sostenía un
artilugio en sus manos con el que parecía haber fundido la cerradura.
Todo su cuerpo estaba cubierto en un
traje negro, ajustado, con microfibras blindadas en torno a los principales
puntos vitales. Un cinturón gris lleno de compartimentos adornaba su cintura,
junto con una funda para un arma corta. Su cabeza estaba cubierta por un casco
semitransparente que dejaba parcialmente visible el rostro crocodiliano tras el
visor. Posiblemente contaba con capacidades de polarización que permitirían
oscurecer el material y ocultar la identidad del operativo.
Pues si algo estaba claro, es que
aquel recién llegado tenía que ser un miembro de los operativos. Cualquier duda
al respecto se disipó con sus próximas palabras.
“¿Supervisor Bacta?”, preguntó.
Bacta se incorporó, soltando sus manos
de las ya aflojadas correas de sujeción y haciendo un gesto de desempolvar sus
ropas, para acto seguido estirar su espalda con un sonoro crujido de sus vértebras antes de lanzar una mirada irritada al operativo.
“¿Por qué habéis tardado tanto?”,
preguntó, “¿Sabéis cuánto hace desde que marqué esa señal?”
“Señor, necesito verificar su…”
Bacta avanzó y situó su índice sobre
el hocico cubierto del operativo laciano, silenciándolo.
“Avatus Petricor Zmeda 060200 Lemarchand”,
dijo, “Y vuelvo a preguntarte ¿por qué habéis tardado tanto?”
“Nos encontramos en un sistema
bastante remoto señor, lejos de la mayoría de nuestros teatros de operaciones
habituales”, comenzó a explicar el operativo, “La señal taumatúrgica de su runa
necesitó…”
“Excusas, excusas”, farfulló Bacta. En
ese momento, un brillo extraño apareció en sus ojos y una sonrisa torcida y
cruel adornó su hocico lobuno. Un sonido jadeante y entrecortado comenzó a
surgir de su garganta.
El operativo laciano tardó unos
segundos en darse cuenta de que era una risa.
“¿Señor?”
“En fin… ¿Cuántos sois?”, preguntó
Bacta al tiempo que apartaba al laciano para salir de la celda. El supervisor
de los operativos olisqueó el aire al salir, con una expresión irritada en su
lupino rostro gobbore de pelaje blanco. Los olores en el aire eran extraños y
había algo que no terminaba de encajar con lo poco que había captado desde el
interior de la celda improvisada durante su involuntaria estancia.
Mientras tanto, el operativo laciano respondía
a su pregunta, siguiendo sus pasos.
“La primera recepción de la señal fue
por parte de uno de nuestros monitores en Murnasseya, se iniciaron los
procedimientos estándar y el Sha Supervisor designado determinó que…”
Bacta se detuvo de golpe en el pasillo,
haciendo que el operativo casi chocase contra él. El gobbore se giró y clavó
una mirada furiosa e irracional en el laciano. Pese a ser éste más alto y de
mayor envergadura, tuvo que reprimir el impulso de retroceder un paso.
“No te he pedido un puñetero informe.
Ya lo leeré cuando me plazca. Solo quiero saber cuántos sois.”
“Uh… somos… un destacamento de nueve,
señor”, comenzó el operativo, “Cuatro se han quedado en el punto de encuentro y
extracción mientras que cinco procedimos con la operación para localizarle y asegurar
su condición tras estar peinando el área durante los últimos días. Nuestras
designaciones son…”
“Me importan un carajo vuestros
nombres… Vamos, reunámonos con el resto de tu equipo.”
Avanzaron por el pasillo hasta llegar
a lo que parecía una sala principal. Un tabique orientado al exterior había
sido derrumbado parcialmente por una carga explosiva, dejando entrar al viento
y lluvia desde la calle. El olor de la humedad intensa y la frialdad del aire
irritaron aún más el hocico de Bacta.
Los otros cuatro operativos de aquel
grupo se encontraban en la sala, rastreando la zona y sus accesos.
Por el contorno de sus figuras en sus
trajes de combate negros, Bacta pudo distinguir a una mujer humana –o atliana–
armada con una termoespada que resplandecía desprendiendo destellos dorados;
otro era un varón vas andarte sosteniendo un rifle pesado que lucía
desproporcionado en sus esbeltas manos; un simuras (nunca supo distinguir si
aquellos pisciformes eran macho o hembra sin preguntar, ni siquiera son su
olfato) con un arma corta individual, posiblemente de proyectiles acelerados; y
en último lugar, una phalkata a la que el espeso plumaje azulado y verde lima
de su cabeza se le escapaba del casco, jugueteando con la cerradura de una
puerta al fondo de la habitación.
Cuando se percataron de su presencia
lo saludaron con una formalidad casi marcial. Bacta los ignoró. Un individuo
normal habría visto un signo de respeto o deferencia a un supervisor, pero la
retorcida mente de Bacta solo veía una colección de parásitos aduladores.
El estar encerrado no lo había ayudado
en cuestiones de estabilidad mental.
“¿Los habéis matado?”, ladró, “Hubiese
querido al menos a un par vivos...”
Se produjo un silencio incómodo. Los
demás operativos se miraron entre sí, tensos. El laciano a sus espaldas tosió
levemente.
La phalkata fue la primera en hablar.
“No hay cuerpos, supervisor Bacta.
Ninguno de sus captores estaba presente cuando procedimos al asalto de
entrada.”
Una sensación fría y desagradable
recorrió el espinazo de Bacta y el pelaje blanco del gobbore se erizó. Pero
tenía que asegurarse…
“Tras la explosión escuché disparos.
Si no había nadie ¿a santo de qué…?”
La atliana (o humana, el visor no
permitía atisbar el color de su piel) se limitó a señalar el suelo con su
espada, “Al entrar distinguimos una serie de figuras, de ahí la descarga de disparos inicial, pero…”
Los ojos de Bacta se clavaron en
aquello que señalaba sobre el suelo de la estancia, tras uno de los sofás.
Eran tres, acribillados por los proyectiles y casi fundidos por las cargas calóricas
de algunas de ellas.
Maniquíes.
Tres miserables maniquíes
de plástico barato, humanoides, cubiertos con ropajes viejos.
Bacta contuvo una risa histérica, no
dando crédito a lo que tenía delante de sus ojos. Acto seguido, una oleada de
furia lo invadió. Debió ser visible en su rostro pues la tensión aumentó en el
lenguaje corporal de los cuatro operativos ante él.
El laciano a su espalda cometió el
error de hablar.
“¿Señor?”
Bacta se giró, con un gruñido animal
en los labios, y agarró al laciano por los hombros, tirando de él hacia abajo,
aplastando su hocico contra el rostro cubierto por el casco y salpicándolo con
saliva al gritar.
“¡ESTÚPIDOS SACOS DE MIERDA
INCOMPETENTES!”
“¡Señor!”, gritó de nuevo el alarmado
laciano. Pese a su mayor tamaño, Bacta parecía poder zarandearlo como si fuese
un juguete de trapo.
“¡Os han visto venir! ¡Esa zorra de
Alcaudón ha…!”, gritó Bacta.
“Supervisor Bacta”, interrumpió el vas
andarte, “Es imposible que contaran con información de nuestra presencia. Los
protocolos…”
Legarias Bacta empujó al laciano,
haciéndolo caer al suelo y se giró hacia el vas andarte, señalándole con una de
sus garras, “¿Los protocolos? ¿¡Los protocolos!? ¿Cómo el de malgastar días
peinando el área dándoles una oportunidad de detectar vuestra presencia?”
Un bufido indignado escapó de los
labios del vas andarte, “Eso es imposible señor, con nuestro entrenamiento…”
“¡UNA DE ELLOS ERA ALUMNA MÍA!”,
estalló Bacta, “¿¡Cómo creéis que me capturaron para empezar!? ¿No se os
ocurrió a ninguno de vosotros, hatajo de negados, revisar los últimos datos de
mis operaciones? ¿Nadie tuvo en cuenta el nombre de Goa Minila y su ausencia?”
Su respuesta fue de nuevo el silencio.
Bacta sacudió la cabeza con un gesto de desprecio, y jadeando agotado procedió
a sentarse en el sofá, golpeando de una patada uno de los maniquíes antes de
hacerlo.
“Desgraciados, imbéciles… a esto
estamos llegando… años sin problemas cultivan a incompetentes que se creen
infalibles y dejan de cubrir las bases…”, farfulló.
“Supervisor”, comenzó la voz de la
mujer armada con la termoespada frente a él, “Quizá deberíamos reunirnos con
los demás y comenzar la extracción”, dijo, señalando al boquete en la pared que
daba al exterior.
Bacta echó un vistazo. Estaban al nivel de la calle. Fría,
lluviosa y con viento, parecía desierta. Era de día, pero la luz era tenue y
blanquecina y no parecía haber signos de actividad civil. Cuando se trasladaron
allí, Alcaudón y Vastra-Oth se habían asegurado de que el operativo gobbore
nunca pudiese determinar dónde se encontraba con exactitud.
Debían estar en una zona apartada de
las áreas más pobladas. O quizá una en la que los vecinos sabían atender a sus
propios asuntos y no meterse en los ajenos.
Bacta suspiró, algo más calmado.
“Si, si. En cuando haya descansado un
minuto”, dijo. El gobbore pasó a centrar su atención en la phalkata, “Tú, ¿qué
estabas haciendo con esa cerradura?”
La joven dio un pequeño respingo
cuando los ojos del supervisor se posaron en ella.
“Uh… ¿estaba intentando abrirla?”
“Cuando te hagan una pregunta no respondas
con otra pregunta”, gruño Bacta.
“Bueno… al asegurar la habitación nos
percatamos de que la puerta estaba cerrada, y Kovas”, dijo, señalando al
laciano, “tenía la única microcarga para su celda, así que estoy intentando
forzar el sistema de cierre con un…”
“Vale, vale”, respondió Bacta
sacudiendo una de sus manos en un gesto de desdén, “Sigue a ello, quizá hayan
dejado algo que podamos usar…”
Se reclinó en el sofá e inspiró hondo,
haciendo oídos sordos a los comentarios quedos de los demás operativos y al
ruido de artilugios metálicos en la puerta al fondo.
El frío y la humedad empapada de salitre seguían taponando
su nariz, pero los olores de la estancia estaban más claros ahora que se había
calmado. Podía oler a Alcaudón, Vastra-Oth y Minila. No debía haber pasado
mucho tiempo si sus olores aún tenían tanta viveza, tendrían que haberse ido apenas una hora antes del asalto.
Era un rastro fresco. Legarias Bacta
sonrió. Si, quizá podría trabajar con aquello, si aún estaban en el planeta
podía seguirles. Toda esa condenada lluvia no ayudaría, pero confiaba en sus
habilidades. Los gobbore tenían fama de ser los mejores rastreadores de la
galaxia por una razón.
Los chasquidos metálicos en la puerta y
un quejido de frustración de la joven operativa phalkata atrajeron su atención
un instante.
¿Por qué aquella puerta cerrada? ¿Algo
que Alcaudón no podía asegurar antes de huir?
Inspiró de nuevo, intentó dejar de
lado los olores ya identificados. Ir más allá y determinar que podía haber tras
aquella puerta. Había algo en el aire al otro lado, en aquella habitación. Algo
como ozono, restos de electricidad que casi podía saborear en su boca, una
corriente de olor que…
Los ojos de Bacta se abrieron como
platos al reconocer un olor.
Se levantó de golpe, y saltó por
encima del sofá, sin media palabra ni dar un grito de alarma, ante el
desconcierto de los demás operativos. Comenzó a correr hacia la pared
derrumbada, hacia la calle…
… justo cuando la phalkata abrió la
puerta con un clic…
La explosión del dispositivo adherido
a la puerta la volatilizó, y llamas blancas absorbieron el interior de la
estancia abrazando con lenguas ardientes a los operativos al tiempo que la
fuerza de la explosión los arrojaba por el aire y destruía sus órganos
internos.
Legarias Bacta se salvó, con la fortuna
que a veces acompaña a las ratas y los miserables. Saltó por reflejo justo
cuando la onda expansiva lo alcanzó. Lo arrojó por el aire atravesando el hueco
en la pared en la que habría sido aplastado de no estar derribada.
Bacta cayó de bruces sobre el asfalto,
casi al otro lado de la calle. Sintió la humedad del suelo pegada a su rostro
magullado y se dio cuenta de que no estaba ileso. Apenas podía abrir su ojo izquierdo, sus oídos pitaban y su hocico escocía con el
olor del combustible.
Alcaudón. Había tenido que ser
Alcaudón… La loca había usado una capsula de combustible para vehículos
monoplaza. Había montado aquello sabiendo que curiosearían, había…
Intentó incorporarse, reprimiendo un
quejido.
Sintió costillas rotas, sin duda al
chocar contra el suelo, y al menos uno de sus brazos debía tener una fractura. No
había ningún problema con los huesos de sus piernas, pero éstas eran un foco de
dolor incandescente. Pudo ver que estaban cubiertas de quemaduras, su carne
roja y ennegrecida, sin su pelaje y con restos de ropa fundidos a las heridas.
Su calzado también había desaparecido,
dejando pies desnudos que se sentían como caminar sobre cristal afilado cuando
finalmente se puso de pie.
Observó el edificio en el que había
estado. Un almacén de un solo piso reconvertido en vivienda improvisada. Llamas
y humo salían desde el hueco por el que había sido arrojado y también por las ventanas
de cristales quebrados por la explosión. Pero aparte de eso la estructura aún
parecía estable, sin peligro de derrumbe.
Al menos por el momento.
Tampoco parecía que ningún daño serio
había afectado a las construcciones y viviendas circundantes.
Que atenta, pensó, Muy atenta,
pensando así en sus vecinos.
Algo se movió entre el humo y las
llamas. El movimiento vino acompañado por una tos seca y jadeante.
El mismo operativo que lo había sacado
de su celda emergió a través de la apertura de la pared, trastabillando antes
de caer de rodillas en el exterior.
Comenzó a toser y a escupir sangre. Su
casco estaba quebrado dejado su crocodiliano rostro laciano al descubierto, con
una profunda quemadura cubriendo su lado izquierdo. Su traje había desaparecido
de cintura para arriba, dejando visible un torso desnudo cubierto por las
escamas metalizadas propias de su especie.
En circunstancias normales dichas
escamas habrían tenido un cierto brillo grisáceo, pero ahora lucían
ennegrecidas. Carbonizadas.
Bacta sacudió su cabeza, incrédulo. Sabía
que los lacianos eran duros de roer, pero aquel debía tener también una suerte
del demonio.
Se acercó hasta él, cojeando.
“¡Eh! ¡Operativo!”, llamó, “¿Eras
Kovas, no?”, preguntó, haciendo el esfuerzo de recordar el nombre mencionado
por la desafortunada phalkata hace apenas unos minutos.
“¿S… supervisor?”, preguntó, con la
mirada ligeramente vidriosa.
“¿Puedes levantarte, Kovas?”
“Creo… creo que sí, señor. Los demás…
intenté sacar a Nyxa, pero su torso se derritió por la mitad, yo…”
Bacta chasqueó unos dedos frente al
rostro reptiliano del joven, atrayendo su atención.
“Está muerta. Y los demás ¿Vas a
estarlo tú también o vas a completar tu misión? ¿Funciona tu comunicador?”
El laciano se incorporó, con un
gruñido de dolor, al tiempo que se llevaba una mano a su cinturón, rebuscando
en sus compartimentos. Sacó un objeto negro, pequeño, del tamaño de un pulgar
humano. Presionó en un extremo del mismo y un chasquido de estática resonó al
tiempo que tres luces verdes iluminaban el dispositivo.
“Funciona…”, respondió.
“Bien. Esto es lo que vamos a hacer. Vas
a llamar a tus compañeros en reserva, los que esperan en el área de extracción.
Los instarás a reunirse aquí con nosotros y a que traigan todo su equipo. Y yo
seguiré el rastro de los cabrones responsables de esto ¿entiendes?”
Kovas asintió, la expresión aturdida
desapareciendo de su rostro y siendo substituida por algo más sombrío.
“Los responsables de esto…”, musitó.
“Si, chico”, replicó Legarias Bacta con una
sonrisa torcida y grotesca, haciendo caso omiso del dolor en su rostro hinchado
y de las lágrimas que escapaban de sus desquiciados ojos por el dolor de sus
piernas.
“Vamos a terminar con esto de una puta
vez.”
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