La palabra estercolero habría sido una descripción benevolente del lugar, en opinión de Carason.
El planeta... bueno, ni siquiera era un planeta de verdad. Un planetoide, un planeta enano. Poco menos que un asteroide esférico de gran tamaño glorificado con una atmósfera artificial fruto de los generadores que lo hacían habitable, junto con la suerte de estar en órbita alrededor de un viejo sol rojo. Ni siquiera tenía un nombre propiamente dicho, sólo un código complicado, una ristra de números y letras que Carason no se había molestado en memorizar.
Maias seguramente lo había hecho. O Hamos. Eran unos perfeccionistas, a veces hasta niveles patológicos.
El pequeño mundo en donde se encontraban se situaba en un punto cercano al área fronteriza entre los cuadrantes Bet y Guímel, y cerca de los bordes exteriores. Un área lo suficientemente distante de los puntos de actividad garmoga registrada más virulenta pero al mismo tiempo lo suficientemente cercano a las bestias para que nadie quisiese vivir allí o husmear demasiado.
Eso lo convertía en tierra de nadie, uno de tantos mundos usados como nido por piratas, contrabandistas, fugitivos o simplemente individuos buscando apartarse de todo.
Aún reconociendo el riesgo de acabar convertido en el almuerzo de la infestación que suponía vivir en el culo de la galaxia.
Aquella roca llena de polvo malvivía camuflada como colonia minera. Cosa graciosa, es que lo era. No muy rentable, pero el negocio era una buena tapadera y forma de redirigir el flujo de fondos de un sindicato afincado en el sector que se especializaba en el transporte de mercancías ilegales. No eran un grupo muy influyente ni poderoso, pero habían encontrado un nicho que nadie más estaba aprovechando.
Carason estaba convencido de que no duraría. Gente así tarde o temprano se sentía atrapada y buscaban estirar sus piernas y expandir sus operaciones. Era cuestión de tiempo que mordieran más de lo que pudieran tragar y acabasen pagándolo tras tocarle las gónadas a quien no debían.
Y una vez más, porque había que repetirlo, todo eso si los garmoga no se los comían antes.
Menudo desastre.
En consonancia, el pequeño pueblo donde él y sus compañeros estaban afincados en aquel momento tampoco tenía un nombre.
Llamarlo pueblo era generoso. Un puñado de viviendas modulares, un par de viejos esquifes que no volarían nunca más reconvertidos en refugios, y la posada en la que intentaba ahogar su miseria con algo que no tenía ni idea de qué era, pero al menos podía beberse.
La posada debió ser algún tipo de villa de algún ricachón en un pasado remoto. Estaba casi toda en ruinas, salvo por la planta baja del edificio principal y el enorme patio interior cerrado reconvertido en taberna. Estaba malamente cubierto por toldos y sabanas que frenaban la rojiza luz solar. No llovía nunca, así que no tenían que preocuparse de más humedad que de la escarcha que se formaba por las noches.
Carason estaba sentado en una mesa junto a sus dos compañeros. Era un humano alto, ancho, de aspecto rotundo y bastante viejo, aunque aparentaba más edad de la que tenía. Su brazo derecho era un armatoste mecánico. Inicialmente había sido un desastre, una chapuza improvisada en su primera iteración. Había tenido que actualizar la prótesis en cuatro ocasiones y operar varias veces la zona de conexión en su hombro.
Su nuevo brazo era el más avanzado que había tenido aunque aún distaba mucho de las maravillas ergonómicas y de aspecto natural que podías agenciarte en los mundos centrales. Su hombro seguía sufriendo inflamaciones y riesgo de gangrena, pero no podía operarse más salvo que quisiese llevarse medio torso por delante. Por ello, pequeños tubos inyectaban antibióticos, inhibidores de dolor y estimulantes de forma continua en su hombro, desde los recipientes contenidos en la parte superior de la prótesis.
Aparte de eso, el brazo era lo bastante fuerte para aplastar los cráneos de la mayoría de especies con la pinza metálica que tenía como mano, algo es algo.
Maias y Hamos eran una pareja de hermanos... bueno, Carason tampoco recordaba de qué especie eran. Uno de esos nombres raros que no podía pronunciar ni su madre. Eran nativos de uno de esos mundos afiliados que habían sido parte de los viejos territorios lacianos, una de sus especies cliente o algo así. Humanoides, peludos hasta el extremo de apenas usar ropa más allá de piezas sueltas de blindaje militar. A Carason le recordaban a las fotografías que había visto de algunos simios nativos de Terra en su infancia. Maias tenía un pelaje verdoso, era un buscabroncas de cuidado y no tenía ni la más mínima idea de lo que era la sutileza, pero obedecía bien las órdenes. Hamos era de pelaje marrón, carácter más calmado y menos propenso a la cólera que el animal de su hermano.
A pesar de ello y su escasa discreción, eran sorprendentemente diligentes y perfeccionista. Memorizaban hasta el último dato de una misión. Por eso a Carason le gustaba tenerlos como asistentes a su cargo pese a que técnicamente tenían el mismo rango y él no era un Supervisor. Le ahorraban tener que perder el tiempo con gilipolleces y así él podía dedicarse a lo verdaderamente importante de su trabajo como miembro de los Operativos.
Dar finiquito a las víctimas.
La labor de rastreo de Maias y Hamos era lo que los había llevado a aquel cuchitril en aquel mundo de mala muerte.
La posada... taberna... bar... lo que fuese, estaba media vacía. Aparte de ellos tres la única presencia eran el barman, un tipo con tantos ojos como tentáculos, de una especie que Carason jamás había visto en su vida, y una vieja mujer gobbore de pelaje gris que dormitaba a la sombra en la esquina opuesta a la mesa que ocupaban ellos.
Sorbió otro poco de la bebida. El líquido era azul, lechoso. Pero tenía buen sabor y era refrescante. No parecía que tuviese nada de alcohol, al menos no el suficiente para...
Un ligero codazo de Maias lo sacó de su ensimismamiento. Carason dirigió su mirada al operativo de pelaje verdoso y este señaló con un leve gesto de su cabeza a la puerta de entrada del local.
Bueno, allí estaba uno de sus objetivos. Por fin. Parecía que el rastro había sido acertado después de todo.
Era un joven atliano. Debía andar por la veintena. Piel verde y ojos rojizos. Coincidía con la descripción de uno de los dos fugitivos que tenían que eliminar, un macho y una hembra atlianos. Carason no sabía los motivos del trabajo ni le importaba. Su Supervisor solo le había pasado el encargo, las fichas y el pago inicial.
El atliano se había acercado al barman y hablaba con él, susurrando. El ser tentacular asintió y Carason pudo ver como abría un compartimento en el suelo bajo él para extraer un pequeño paquete envuelto en telas viejas que entregó al muchacho. Éste sonrió. Era una sonrisa demasiado inocente en un entorno como aquel. Tenía suerte de que no hubiese más habitantes locales presentes o se lo merendarían vivo.
El joven caminó en dirección a la salida, abrazando el paquete y echando miradas nerviosas a su alrededor. Cuando su vista se encontró con la mirada de Carason, el operativo se limitó a levantar una ceja, a modo de interrogante indiferencia. Mejor dar la impresión de ser solo uno de tantas otras almas perdidas que caían por allí de cuando en cuando.
Cuando el atliano abandonó el local, Hamos se levantó y salió tras él manteniendo la distancia.
El plan era sencillo... esperar a que asomase uno de los dos fugitivos y que Hamos le siguiese el rastro. Hamos era el mejor rastreador de los tres, y sabía mantenerse oculto de la vista de otros. Cuando hubiese determinado cuál era el escondrijo de los objetivos, contactaría con ellos y entonces terminarían con aquel trabajo, cobrarían y podrían volver a algún sitio más cómodo para gastar su dinero como los Ancestros mandan.
Maias se había girado para ver partir a su hermano tras la víctima y finalmente se volvió hacia Carason. Farfulló algo sobre preparar armamento extra por si acaso. Carason no le prestó mucha atención. Maias siempre estaba con esas cosas. Era la clase de persona que habría usado un misil para matar a un insecto que lo incordiase. Con un gesto de su mano le dio el visto bueno, y el humanoide de pelaje verdoso dejó la mesa con un brillo impaciente en los ojos.
Carason se recostó sobre su silla, y se dispuso a esperar a la señal de Hamos. No debería tardar mucho, aquel lugar no era muy grande.
Así que esperó.
Y esperó
En algún momento debió quedarse dormido, porque perdió la noción del tiempo y se incorporó en su silla con un respingo.
Maldita sea, ¿era su imaginación o el cielo empezaba a oscurecerse? ¿Porqué estaba tardando tanto aquel imbécil? ¿Y dónde estaba Maias?
El operativo se levantó con un gesto de fastidio. Chequeó su comunicador, pero no había registro de ningún aviso por parte de sus compañeros. Con cierta alarma se percató de que la posada estaba vacía. El barman se había esfumado y la mujer gobbore también había desaparecido.
Carason hizo girar la pinza metálica de su brazo prótesis y caminó hasta la puerta de salida.
Al cruzar el umbral y posar su mirada en la polvorienta calle, bañada en la luz rojiza del ocaso, se encontró con la peculiar escena de sus dos compañeros tumbados en el suelo, no sabría decir si inconscientes o muertos, con un viejo phalkata vestido con una bata blanca de médico llena de manchurrones de color rojizo y pardo de pie tras ellos, posando uno de sus pies de ave sobre el cuerpo de Maias como si fuese una pieza de caza.
El viejo phalkata sonreía, burlón. Unos pasos detrás de él se encontraba el joven atliano, firme, con los brazos cruzados y sin un atisbo del nerviosismo que había lucido horas antes.
Carason sabía reconocer el preludio a una emboscada nada más verlo. Por eso, en cuanto sintió una presencia moviéndose a su espalda, se giró de inmediato golpeando con su brazo mecánico con todas sus fuerzas esperando reventar la cabeza de su asaltante.
Su brazo se detuvo en seco. Una mano desnuda de piel azulada lo sujetó con firmeza inmovilizándolo en el acto.
Carason la reconoció al instante, pero al hacerlo le quedó claro que algo estaba muy mal con los datos que les habían proporcionado para aquel trabajo.
Era atliana, de piel azulada y ojos dorados. La hermana del otro objetivo, sin duda. Hasta ahí coincidía en todo.
Pero en vez de la joven esbelta de aproximadamente metro setenta que se esperaba, la mujer ante él debía pasar sin problema de los dos metros de altura y esbelta no era un adjetivo que pudiera aplicarse a alguien que en aquel momento estaba aplastando el metal de su extremidad artificial como si fuese de papel, sin apenas esfuerzo tensando la marcada musculatura de sus brazos.
Antes de que el operativo pudiese reaccionar, la mujer se inclinó hacia delante como un rayo y golpeó a Carason con un cabezazo directo a la frente. La fuerza del impacto lo lanzó al suelo, inconsciente, al tiempo que su brazo mecánico que la atliana aún sujetaba era desgarrado de cuajo, esparciendo fluidos y aceite.
El viejo phalkata, Ivo Nag, suspiró.
"Ah... podía anestesiarlo como a estos dos, polluela", dijo, "Con el dolor de cabeza que le has dado le va a costar más responder a nuestras preguntas cuando despierte."
Tras él, Axas se limitó a sacudir la cabeza con gesto exasperado, "Dovat, en serio..."
Dovat se encogió de hombros y dejó caer el brazo mecánico con un gesto de asco. Se llevó su mano a la nuca, frotándola. Era un gesto habitual en ella cuando estaba nerviosa o avergonzada.
"Lo sé, lo sé", dijo, "Es solo que... necesitaba algo de ejercicio."
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