¿En qué se ha convertido mi vida?, pensó.
Ko Nactus había rozado la gloria. Estaba convencido de ello. Y por eso mismo su vida había caído en una espiral de patetismo desde el día que se acercó demasiado a cumplir su sueño.
Tomando un sorbo de su licor en aquella cantina perdida en una roca en medio de ninguna parte, el phalkata capitán pirata semi-retirado dejó que los recuerdos lo atenazasen.
Unificar todas las tripulaciones pirata del cuadrante bajo su mando. ¿Capitán Nactus? No, no... Almirante Nactus. Oh, habría estado bien. Habría estado muy bien.
Pero desde el principio las cosas habían salido regular. Capitanear una tripulación llena de subordinados ambiciosos y traicioneros, que oscilan de lo preocupantemente capaz a lo peligrosamente incompetente ya era una actividad laboriosa de por sí. Coordinar tres tripulaciones fue un caos desde la misma raíz del concepto.
La logística, el número de miembros, el tener que lidiar con los otros dos capitanes... Cada uno de los tres tenía ideas distintas de cómo se debía enfocar toda la operación. Desde reestructurarse siguiendo un esquema similar al de los grandes sindicatos criminales, básicamente convirtiéndose en uno, hasta centrarse en la descentralización bajo el mando directo de los tres capitanes, primando operaciones de contrabando sobre la piratería.
Nactus por su parte se había atrevido a soñar con el potencial de independencia. Un mundo pirata semi-legítimo al margen del resto de la galaxia. Puede que incluso una dinastía de gobierno.
Pero todo había caído en saco roto.
No habían conseguido mucho más allá de organizar sus tres tripulaciones en una flotilla medianamente competente y asegurarse una base de operaciones bien escondida y segura. La rutina de sus operaciones seguía siendo la de costumbre: el asalto a cargueros y el traslado de las mercancías robadas, la toma ocasional de rehenes... nada nuevo bajo los soles de la galaxia.
Pero con el triple de dolores de cabeza y el no saber si tus órdenes serían obedecidas por la tozudez de los hombres que seguían insistiendo en obedecer solo a "su capitán", a pesar de que los tres capitanes tenían la misma autoridad y debían trabajar como un grupo unificado.
El pirata phalkata no había perdido por aquel entonces las esperanzas aún. Apenas llevaban un año con todo el tinglado. Había tiempo para mejorar, era cuestión de ir ejerciendo influencia y dejar claro a aquella colección de desastres sapientes que él era su mejor garantía como la mejor alternativa a elegir para el mando.
De los tres capitanes, estaba convencido de que él sería el único al frente al final de todas las cosas. Era sencillo presentarse como el capitán razonable, el que trataba mejor a sus subordinados, el que garantizaba el reparto justo de los botines... llegaría el momento en que las otras dos tripulaciones lo querrían a él como único individuo al cargo, y una vez conseguido eso...
Bueno, se había quedado todo en un sueño. El usar su flamante flotilla pirata para asaltar bases terrestres de forma directa, sojuzgar a otras tripulaciones menores para absorber tropas y recursos, el tomar territorio propio como un conquistador de antaño, negociar directamente con los grandes jefes del inframundo criminal de la galaxia sin tener que lidiar con intermediarios, ser visto como algo más que un ratero con una nave... todo quedó en nada.
Así que no, en retrospectiva las cosas no habían ido bien desde el principio pero nada auguraba el desastre. Nactus tenía muy claro cuál fue el punto de inflexión.
Tiarras Pratcha.
Como aquel médico consiguió convencerles de que se le permitiera unirse a ellos era algo que aún le dejaba pasmado, pero estaba claro que el viejo debía tener un pasado más allá de su bata blanca si sabía lidiar tan bien con criminales.
Pero la cuestión es que les había falta alguien que supiese de medicina. Que supiese de verdad, y no solo hacer apaños o primeros auxilios o las mutilaciones que algunos doctorcillos de tres al cuarto de los viejos puertos clandestinos llamaban cirugía.
No, un doctor de verdad era algo muy deseable, así que Nactus desoyó a su propio instinto cuando dio luz verde a la contrata de Pratcha y su traslado a la base de Krosus-4.
Estaba claro que el humano huía de algo y buscaba un escondite, usando a los piratas como tal. Que lo acompañasen aquel par de pipiolos atlianos que lo seguían a todas partes como polluelos recién salidos del huevo también era llamativo.
Habían circulado toda clase de historias entre las tres tripulaciones de la flotilla. Oficialmente el muchacho y la chica –hermanos, si no recordaba mal– eran los ayudantes de Pratcha, sus asistentes médicos y de laboratorio... pero las mentes de los piratas eran letrinas nutridas de pensamientos retorcidos y volaron rumores harto desagradables sobre su relación con el viejo.
Nactus nunca había hecho mucho caso a aquellas historias, aunque algunas de las más coloridas le dejaron claro que debía vigilar de cerca a algunos miembros de su tripulación si tenían que volver a lidiar con rehenes. Solo por si acaso.
Lo que estaba claro es que Pratcha era protector con aquellos dos como si fuesen familia de él, sobre todo con la chica. Y a fin de cuentas, cumplían con su trabajo. Joder, si fue el muchacho quien dio la advertencia el día en que se fue todo a la mierda...
Si solo hubiesen tenido que lidiar con una fragata... incluso con sus refuerzos... quizá, quizá hubiesen podido sacar todo adelante.
Pero no. El destino quiso rendirle cuentas de golpe y le echó encima a los putos Riders. ¡Los Riders! ¿¡Qué demonios iban a poder hacer contra los Riders!?
La fortuna le sonrió un poco al final, o tuvo piedad de él, porque estaba claro que estaban tan centrados en Pratcha –en serio, ¿qué hizo el viejo para que los mandasen a ellos?– que pudo escabullirse en una de las pocas naves monoplaza que quedaban intactas y aprovechar el caos orbital para salir del sistema, dejando atrás a su vieja nave, a su tripulación y todas sus aspiraciones...
Y así estaba ahora, malviviendo como contrabandista, con encargos de poca monta y ahogando sus penas en aquella roca sin nombre sobrecalentada a donde lo había traído su último trabajo.
Tiarras Pratcha, responsable de algo tan gordo que los mayores héroes de la galaxia habían ido en persona a por él. La verdad, hacía meses que no pensaba en el viejo y en sus polluelos.
Quizá por eso no la reconoció al instante. O quizá fue por los demás cambios.
Una sombra se posó sobre él. Sentado en su mesa, Ko Nactus alzó la vista y vio que tenía ante sí a una mujer atliana... como ninguna que hubiese visto jamás.
Los atlianos no eran de las especies más altas de la galaxia, ni de las más robustas. Tendían a ser esbeltos, delicados... Joder, los humanos eran quienes más se les parecían y el humano adolescente promedio tenía más músculo que muchos atlianos adultos.
Así que ver a una mujer atliana de unos dos metros de altura cruzada de brazos que poseían una musculatura que haría llorar de envidia a los angamot, gobbore e incluso a un primarca laciano no era algo que se viese todos los días.
Nactus notó algo familiar en el rostro de la muchacha... Pero no, no podía ser.
"Ha pasado un tiempo, capitán Nactus", dijo ella.
Las brillantes plumas verdes en la cabeza de Nactus se erizaron. Reconoció la voz, y ahora reconocía el rostro, pero...
"Eres la polluela de Pratcha", susurró, por imposible que le pareciera conciliar el recuerdo de la joven atliana de baja estatura que había conocido con la intimidante figura que ahora estaba ante él.
"Sí, soy Dovat. No debí esperar que recordase mi nombre."
Nactus la volvió a mirar de arriba a abajo.
"Tengo preguntas. Pero mi instinto me dice que estaré mejor cuanto menos sepa."
"Tiene un buen instinto, capitán."
Nactus bufó.
"Una lástima que no lo escuchase el día que os contraté junto con el viejo. Quizá no habría terminado todo con mi gente reventada por los Riders."
La expresión de Dovat, hasta ese momento cordial, se tornó seria. Nactus pudo ver como el rostro de la joven se ensombrecía con una emoción de ira contenida, apenas delatada por un ligero fruncimiento del ceño.
El phalkata juzgó que quizá sería mejor cambiar de tema.
"En fin, pasado está", dijo, intentando aligerar el tono de la conversación, "¿Qué haces tú aquí, chica?"
"Estancia temporal con mi hermano y un... asociado", respondió Dovat, "Y ahora mismo me había acercado a la cantina a ver si podía encontrar a alguien para un trabajo de transporte... delicado."
"Bueno, muchacha... desde que perdí a mi tripulación he estado haciendo trabajitos con otro carguero que tenía guardado en uno de mis viejos escondrijos y no le diré que no a más dinero... ¿cuánto pagas?", preguntó el viejo pirata para acto seguido dar otro trago a su bebida.
"Doscientos cincuenta mil créditos como adelanto. Otros doscientos cincuenta mil una vez confirmado el envío. Todos en bonos no registrados y no rastreables."
Nactus se atragantó. Tardó unos segundos en reponerse tras escupir la bebida.
"¿¡Quinientos mil cred...!?", comenzó a exclamar, cortándose en seco al darse cuenta de que otras orejas en la cantina podrían escucharlo, "Quinientos mil créditos... Eso es una locura para un trabajo de transporte... esos números solo se veían en las viejas tratas de esclavos y no pienso meterme en semejante mierda ¿Qué es lo que me estás pidiendo exactamente?"
Dovat se sentó en la silla vacía frente a él y se inclinó hacia adelante sobre la mesa.
"Dígame capitán, ¿está familiarizado con una organización conocida como los Operativos?", preguntó.
"Asesinos a sueldo, son malas noticias", dijo Nactus, "También hacen trabajos de mercenariado pero se les conoce más por hacerse cargo de objetivos individuales ¿Qué tienen que ver con todo esto?"
"La mercancía que necesito que mueva, con absoluta y total discreción, es una pequeña lanzadera y a sus tres tripulantes. Tres miembros de los Operativos."
Nactus no era tonto, sabía que debía decir no. Sabía que había algo en todo aquello que podría terminar mal.
No era tonto, maldita sea. Lo sabía.
Pero quinientos mil créditos... lo que podría hacer con quinientos mil créditos... contratar una nueva tripulación, comenzar de nuevo.
Ko Nactus aceptó.
El pirata phalkata intentó convencerse a sí mismo de que el nudo que sentía retorciendo su estómago no era su instinto llamándolo idiota a gritos.
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