Era imposible contarlos a todos, pero Iria Vargas estaba segura de que había más de cien personas refugiadas en el apartamento de Alicia.
La unidad Janperson MX-A3 (“Por favor, llámame Max”) las había transportado a la pequeña Syba y a ella sin más complicaciones tras dejar atrás a la Aster.
Dioses, espíritus y ancestros, espero que siga viva, espero que la Glaive no la devore, pensó.
Todo el edificio contaba con las protecciones taumatúrgicas de proyección, pero era obvio que Alicia había optado por convertir su propia casa en el principal refugio, al ser el principal foco de las protecciones mágicas de todo el lugar y el único sitio con algo de comida y agua. Las pocas horas en que había estado ayudando a desplazar a supervivientes y a rescatarlos del avance de las esquirlas habían sido considerablemente fructíferas.
El lugar estaba lleno a rebosar de gente de todas clases, acomodados en el suelo en mantas o en los sofás o en cualquier rincón donde pudieran. Individuos solos, grupos e incluso familias. Miembros de casi todas las especies del espacio del Concilio hacinados en espera de noticias y temiendo por el futuro.
Cuando Iria llegó la bombardearon con preguntas, preguntas para las que tenía pocas o ninguna respuesta. Con el tiempo reinó la calma de nuevo, pero había una tensión y miedo crecientes por la ausencia de Alicia y también a sabiendas de que aquel era un refugio temporal y no una solución definitiva. Que a pesar de las buenas intenciones de la dueña del lugar quizá solo hubiesen retrasado lo inevitable.
La presencia de Max supuso un pequeño alivio para muchos de los refugiados. Un androide de combate plenamente operativo era al menos una línea de defensa visible.
Iria optó por seguir el ejemplo de los demás y se acurrucó sentada en el suelo al pie de uno de los ventanales que estaban orientados hacia la ciudad. Podía ver la grotesca pirámide y las columnas de humo y fuego. Edificios en la lejanía cubiertos por masas de cristal negro viviente, convertidas en retorcidas torres que brillaban al sol. Syba, la cachorra gobbore rescatada por Alicia, se sentó junto a ella. La pequeña no tenía a nadie y se aferraba a Iria como a un salvavidas. La joven doctora atliana no se lo impidió y la niña no tardó en acomodarse en su regazo, temblando aún de miedo.
“Sshhh, shhh”, susurró Iria, acariciando la cabeza de la joven gobbore, “Tranquila, este lugar es seguro, estamos a salvo.”
“¿Los monstruos no pueden entrar aquí?”, preguntó Syba. Su voz sonó clara a pesar del ligero temblor en sus palabras.
“Nadie malo puede entrar aquí, este lugar es invisible para quien tenga malas intenciones”, le contó Iria, “Hay un hechizo muy fuerte en torno a este edificio ¿sabes? Para proteger a Alicia, pero ahora también nos protege a todos nosotros.”
“¿La señorita Aster es hechicera o tecnomaga?”, preguntó Syba. La curiosidad parecía haberse impuesto sobre los nervios y el miedo, al menos por el momento.
“No, no… Alicia no hizo el hechizo. Lo hizo su familia. Son gente muy poderosa y les preocupaba que alguien pudiese hacerle daño.”
“¿Quién es su familia?” preguntó la niña. Iria sonrió… el apellido Aster era en cierto modo una máscara más. A pesar de su notoriedad, o quizá por ello, había sido adoptado como sobrenombre por muchas familias, incluidas muchas no humanas. Era una de las mejores protecciones para Alicia porque nadie asumía de entrada que fuese pariente directa de los Riders.
“Su familia…”, comenzó Iria, callándose inmediatamente cuando toda la habitación se tiñó de rojo. Un resplandor de luz carmesí propagado por la columna de energía roja que se había levantado en los cielos junto a la gigantesca pirámide.
Sonidos de asombro y algunos vítores llenaron la estancia cuando la gente se dio cuenta del significado de aquello. La misma Iria no pudo evitar contener una sonrisa al tiempo que una leve sensación de alivio anidó en su corazón sumido en preocupaciones. En sus brazos, Syba observaba la luz con el atento asombro que solo se tenía en la infancia.
“Su familia”, continuó, “Son quienes han hecho eso también.”
Syba se volvió para mirarla, como queriendo confirmar la revelación que acababa de descubrir. Iria se limitó a asentir.
“Todo irá bien ahora que han llegado. Ya lo verás.”
******
Alma Aster supo instintivamente que las cosas no iban bien.
Usando su energía para mantenerse a flote en el aire y con su espada Calibor aún humeando en su mano, la Rider Red fijó su mirada en el pilar de luz generado por su ataque. La energía comenzaba a disiparse y pronto podría constatar si había conseguido causar algún daño a su oponente.
Solo causar daño, no se hacía ilusiones de que Keket fuese a caer con aquello.
En el otro extremo de la descarga de energía, de pie sobre la superficie de la negra pirámide y casi mimetizándose con ella, Athea Aster aguardaba también con su arco en mano y un proyectil preparado para recibir a la Reina Crisol en cuanto fuese visible de nuevo.
Y entonces, lo que quedaba del pilar de energía estalló, como si una burbuja de aire invisible se hubiese formado y expandido de golpe en su interior.
Alma pudo alzar las manos para escudarse de los residuos energéticos de su propio ataque. Pese a la momentánea pérdida de visibilidad, percibió el movimiento ante ella cuando un brazo de cristal negro atravesó las volutas de energía rojiza en proceso de disiparse y Keket se plantó junto a ella.
Hubo una extraña elegancia en los movimientos de la Reina Crisol. Eso no quitó que su primer ataque fuese un puñetazo directo al torso de Alma.
El golpe resonó como un trueno y disipó el aire alrededor de las dos combatientes como si hubiesen quebrado la barrera del sonido. Alma no pudo evitar inclinarse hacia adelante, totalmente sin aliento por el impacto en su diafragma y sintió una de sus costillas quebrarse. La Rider Red no pudo prepararse para el siguiente golpe, que siguió de forma casi instantánea al primero.
Esta vez Keket le propinó un fuerte gancho de derecha que atinó de lleno la mandíbula de la guerrera roja.
El golpe fue incluso más fuerte que el anterior. Alma sintió el impacto en su mandíbula y un sabor metálico en su boca que delataba la presencia de sangre. A pesar de su casco, sintió el golpe como si fuese contra su propia piel, junto con una sensación de afilada frialdad. El visor negro que cubría sus ojos se resquebrajó, y fue por puro milagro que ningún fragmento decidiese terminar clavado en sus globos oculares.
Pero lo peor fue sentir como la fuerza del impacto se imponía sobre su propio control energético. Alma, simplemente, no pudo mantenerse en posición y asimilar la fuerza del impacto. El golpe la arrojó por los aires y Rider Red voló en descenso horizontal como una bala, atravesando al menos tres rascacielos hasta finalmente quedar incrustada en la fachada de un cuarto.
De los tres edificios atravesados dos no pudieron sobrellevar el daño estructural y sus cúspides comenzaron a derrumbarse en una cacofonía de estruendo, cascotes, metal fundido y humo.
Si Keket planeaba decir algo o vanagloriarse, no le dio tiempo. Con reflejos sobrenaturales la Reina Crisol se desplazó a velocidades vertiginosas de un lado a otro para esquivar la oleada de flechas de energía oscura disparadas por Athea Aster.
Hasta que finalmente la Reina tomó una de las flechas con sus propias manos, apretándola y haciendo que se disipase en una nube de humo negro y esquirlas candentes.
“He notado que ese armamento que invocáis tiene cierta naturaleza propia del cristal”, dijo Keket, “¿Debería sentirme halagada?”
“No sabíamos quien eras hasta hace unos meses”, respondió Athea, sin dejar de disparar. Su voz no traicionó la preocupación que la inundaba por su hija y su hermana.
Keket tomó otra de las flechas, “Sé que las alabé antes… energía oscura solidificada. Es algo notable”, dijo, “Sabes, en el pasado me enfrenté con muchos Rangers, y muchos portaban armaduras negras, pero no eran para nada como la tuya.”
“Ahórrate el discurso”, dijo Athea, moviéndose a una velocidad que la haría casi invisible al ojo humano y disparando desde distintas posiciones casi simultáneamente como si replicas o espejismos de ella hubiesen quedado atrás.
Y una vez más Keket o bien esquivó los proyectiles o bien los repelió al verse cubierta por aquel escudo de energía dorada que emanaba de su corona reconstruida.
“¡Es que eres muy interesante, niña! Las Cinco Luces del Universo os llaman… pero tu armadura… Es como si tú vistieses un pedazo del mismo vacio, la misma oscuridad primigenia de la que mi estirpe proviene.”
Athea disparó una única flecha a lo alto. Al curvar e iniciar una trayectoria de descenso hacia Keket, el proyectil se multiplicó convirtiéndose en una lluvia de un centenar. El resultado final fue el mismo.
“¿No te causa resquemor alguno? Se supone que esas armaduras son reflejo de vuestras almas ¿Qué dice eso de ti? ¿Qué te dice que tus hermanos y hermanas abracen la luz mientras tú te sumes en las sombras?”
“Repito, ahórrate el discurso”, replicó Athea, “¿Crees que no lo han intentado otros antes? Soy la Rider que da miedo, la hermana callada y siniestra, la que mantiene sus distancias, la que nunca estuvo cómoda saludando a las masas... si, podrías decir que vivo en las sombras proyectadas por mi familia.”
Athea comenzó a generar una nueva flecha en su arco. La energía chisporroteaba y algo parecido a un desgarrón hecho de la misma noche comenzó a flotar entre sus manos y el arma. Keket la observó en silencio, con una sonrisa de divertimento.
“Pero en realidad no vivo en las sombras. Yo soy la sombra. Soy la oscuridad que los envuelve para que sus luces puedan brillar más y más cegadoras que nunca.”
“Oh, ¿en serio?”
“Si… tan cegador como el destello que estás a punto de recibir.”
“Si te refieres a tu flecha, no importa cuánta energía oscura cargues en ella. Voy a…”
“No estoy hablando de mi flecha.”
“¿Qu…?”
Keket no pudo terminar la pregunta, por breve que fuese. Un puño envuelto en una armadura roja y bañado en energía escarlata la alcanzó de lleno en la mejilla y esta vez fue la Reina Crisol quien salió arrojada de forma directa contra la superficie del planeta, formando un pequeño cráter al impactar, llevándose por delante incluso a varias de sus esquirlas que cubrían la superficie del centro de la capital planetaria como una monstruosa alfombra..
“Segunda ronda, Keket”, dijo la Rider Red, retomando el aliento e ignorando el ardor en su costillar.
Alma Aster se encontraba ahora donde unos segundos antes había estado su oponente. Su puño brillaba aún con energía contenida, como si un aura de cristal rojo intangible lo envolviese.
“¿Y ese truco?”, preguntó Athea.
“Calibor, mi espada”, explicó Alma, “Requiere esfuerzo, pero nuestras armas son parte de nosotras y podemos intentar manifestarlas de otra forma… así que…”
Alma alzó sus puños y los entrechocó. La energía centelleó en torno al aura cristalina carmesí que los envolvía.
“He reconvertido a Calibor en un par de guanteletes”, dijo Alma. A través de su visor quebrado, sus ojos verdes centellearon con poder contenido, “Y he decidido darle un poco de su propia medicina a esa bruja. No me gustó la primera dosis.”
No hay comentarios:
Publicar un comentario