miércoles, 13 de octubre de 2021

047 ANTIGUA

 

El mundo tenía muchos nombres y ninguno.

El nombre que le daban sus habitantes, en su lenguaje significaba "hogar" o "nido". Luego estaba el nombre por el que fue conocido en un pasado remoto de la galaxia, ya olvidado. Y el nombre que tenía ahora, un código alfanumérico en las cartas de navegación más completas y de las que no todo el mundo gozaba su uso.

Aparte de eso, era un mundo olvidado por las mayores civilizaciones de la galaxia. Una roca perdida en su pequeño sistema solar, al margen de las grandes rutas de comercio, sin nada de interés.

Uno de tantos, olvidados, a su suerte. Las leyes del Concilio eran claras. Aún sabiendo de la existencia de una civilización, no se debía trabar contacto hasta haber sobrepasado cierto nivel de desarrollo tecnológico.

Los habitantes de aquel mundo estaban lejos de ello, aunque por razones que el mismo Concilio ignoraba.

La noche se acercaba, y el muchacho abandonó la aldea rumbo a la playa como solía hacer a esas horas. Buscaba alejarse de los glóbulos de luz con los que su gente iluminaba sus chozas, con intención de observar con claridad las estrellas.

Como todos los suyos, su cuerpo humanoide estaba compuesto por algo similar a un cristal azulado y rígido, de una fosforescencia brillante. En los puntos de articulación de sus brazos, piernas y dedos se tornaba en algo de aspecto y textura más gomoso, flexible. Su rostro habría parecido extrañamente familiar a algunas de las otras especies que habitaban la galaxia: dos ojos, boca, nariz... una escultura cristalina animada de forma antinatural, de rasgos que parecían tallados y que causaría rechazo y fascinación a partes iguales.

Era joven, apenas había dejado de ser un niño según la medida del tiempo y la madurez de su pueblo. No era aún un adulto formalmente hablando, por supuesto. Para ello aún faltaba tiempo. Aún había mucho que aprender, lecciones junto a los viejos guerreros y la chamán, y pruebas que afrontar antes de que la sagrada hoja de ébano de sus ancestros tallase el sello de la madurez en su pecho y la marca de su familia en su frente.

Ansiaba y temía las responsabilidades del futuro a partes iguales. Poder estar junto a sus hermanos en las cacerías, ser un igual capaz de mirar de tú a tú a los demás guerreros del pueblo... pero también echaría de menos aquellos momentos de libertad que solo la infancia cada vez más alejada podía darle.

Como aquellos paseos al anochecer, a los que no había faltado desde la muerte de su abuelo y a pesar de las protestas de su madre, que temía que su hijo se convirtiese en otro soñador.

Sus pies descalzos dejaron atrás la hojarasca púrpura y tocaron la arena negra de la playa. El mar era un líquido plateado y metálico que apenas reflejaba ya el leve resplandor anaranjado de un sol ya casi desvanecido en el horizonte. La negrura del cielo estrellado se cernía sobre él como un manto engarzado con miles de joyas brillantes.

Con el desvanecimiento final del sol costaba distinguir la línea del horizonte y donde terminaba el mar de su pequeño mundo y donde comenzaba el mar interminable de las estrellas.

Su abuelo le había contado historias, historias que un guerrero no debería saber, historias de los chamanes y los sacerdotes. Pero su familia era antigua, le dijo, y salvaguardaban la antigua memoria. Habían sido grandes entre los grandes, cuando su gente no vivía en ciudades sino en torres que tocaban los cielos y cuando cabalgaban en ingenios voladores y no en bestias domesticadas. Había sido hace tanto tiempo que ya ni siquiera quedaban ruinas.

En aquella época, le contó su abuelo, su gente había llegado incluso a visitar las estrellas. Habían sido héroes y conquistadores. Todos y cada uno de aquellos puntos de luz tenía un nombre, y muchos tenían mundos con otras gentes a las que ellos habían gobernado. Pero su pueblo creció en orgullo, se creyeron dioses, y fueron castigados.

Las otras tribus del universo llamaron a guerreros como ninguno que hubiesen visto. Seres aberrantes de armaduras brillantes y coloridas como la luz, cada uno de ellos con la fuerza de un ejército, jinetes de vehículos grotescos y bestias monstruosas. Del imperio de su gente solo quedó su mundo natal, su civilización arrasada, y los pocos que habían sobrevivido reducidos a una existencia como las de sus más primitivos ancestros, sin memoria de sus días de gloria.

Su mente insistía en que las historias de su abuelo eran fantasías, pero su corazón quería creer que eran la verdad. Amaba a su gente, amaba a su pueblo y amaba a su aldea. Pero la idea de que podrían haber sido más, mucho más, inflaba su pecho con una sensación ardiente que no atinaba a explicar.

Por ello, incluso tras la muerte del anciano, había continuado con sus visitas a la playa, rememorando cuando su abuelo se sentaba junto a él, a contarle historias. Y observaba las estrellas, en silencio.

Sus ojos, de un blanco fulgurante que destacaba en su cristalino rostro de zafiro, se posaron en la familiar vista del cielo nocturno, pero el muchacho frunció el ceño intentando comprender lo que estaba viendo ahora.

Faltaban estrellas.

No, algo las ocultaba. Algo en el aire, oscuro y denso las tapaba. Una nube, pensó... pero eran cada vez más las estrellas que se desvanecían y sus ojos atinaron a ver la sombra enorme de algo moviéndose en el cielo, cada vez más cerca.

Comenzó a oír un zumbido, y un chirriar metálico, antinatural.

Se levantó y corrió en dirección a su aldea, dispuesto a dar la alarma. Pero el resto de su pueblo ya había sentido el mismo aviso y tomado las armas, aún sin saber a qué se enfrentaban.

El muchacho dio un último vistazo mientras corría y esta vez pudo ver más cerca a la masa de criaturas que descendía desde las alturas, como vomitadas por el cielo nocturno.

El enjambre garmoga cayó sobre el pequeño mundo de nombre olvidado y memorias perdidas.

 

******

 

Había pasado menos de media hora, pero parecía una eternidad. El horror tendía a estirar la percepción del tiempo con un sadismo refinado.

El muchacho no había dejado de correr desde que salió de la playa.

Llegar a su aldea no supuso un refugio cuando los monstruos descendieron como una masa devoradora desde las alturas. Los guerreros habían luchado, pero las lanzas y arcos no eran rival para los caparazones de carne metalizada de aquellos engendros. 

Entre la matanza, el muchacho vio a su padre y hermanos mayores lanzarse contra las criaturas y ser empalados con pasmosa facilidad, sus torsos cristalinos quebrándose antes de ser desmembrados. Vio a su madre ser partida en dos de la ingle a los hombros tras intentar escudar a su hermana pequeña.

No vio lo que hicieron a su hermana. Había cerrado los ojos y continuó corriendo, como un cobarde, como un animal asustado. Pero aún oía sus gritos y el estertor cuando se silenciaron de golpe.

Pero no tenía tiempo para reproches, solo el egoísta instinto de supervivencia. Los chillidos de las bestias inundaban el aire. Corrió y corrió, y fue afortunado de que otros cayesen antes que él o intentasen plantar resistencia atrayendo la atención de aquellos demonios. La vieja chamán había intentado conjurar un escudo y su luz dorada fue como un faro para los monstruos. No duró mucho.

Su carrera lo llevó a entrar en la jungla cercana al linde norte de su aldea. Jamás había entrado allí solo, pues en la oscuridad entre los troncos plateados y las ramas púrpuras anidaban bestias depredadoras. Pero en aquel momento le parecían una alternativa favorable. La jungla fue también un escudo, pero solo de forma temporal.

No había vuelto la vista atrás ni una sola vez desde que abandonó la aldea, pero pudo sentir como algunas de las criaturas parecían seguir su rastro. Aquel chirrido metálico que emitían se acercaba junto con un zumbido casi magnético.

Siguió corriendo, con sus brazos y piernas pesando cada vez más, con su aliento jadeante acuchillando sus pulmones y los dos corazones en su pecho compitiendo de forma enfermiza para ver cual reventaba primero.

Notó algo rozando su espalda y un dolor cortante. Tropezó, le habían atrapado, le habían atrapado y...

Y en ese momento, el destino intervino. Para bien o para mal.

Un pedazo de suelo de la jungla, una porción de tierra blanda e inestable, cubierta por hojarasca. Un espacio evitado por los animales y alejado de los senderos, sobre el que ningún pie había pisado en siglos. El destino quiso que la carrera del muchacho lo llevase a ese punto exacto y que el suelo se desvaneciese bajo él.

Cayó, gritando. A cuánta altura, no podría decirlo. Habría sido suficiente para matarlo pero una vez más una cruel fortuna propició que solo se quebrase. Su espalda  rota y uno de sus brazos fragmentando, derramando fosforescente sangre azul.

Apenas estaba consciente, con su cerebro inundado por una marea de dolor e incapaz de moverse. Pudo sentir los chirridos cercanos de los devoradores venidos de las estrellas, descendiendo por el socavón hacia la caverna en donde había caído. En un último arranque de lucidez se percató de que no estaba sobre la roca de una cueva sino sobre una plataforma lisa y metálica, adyacente a una estructura artificial que descendía en pendiente. Una cornisa en la cara de una gigantesca pirámide negra cuya base se perdía en la oscuridad de la cueva.

También se dio cuenta de de que en el momento en que su sangre salpicó el metal, la estructura había comenzado a vibrar con cada vez mayor intensidad y una sensación de calor ardiente inundó su cuerpo. Hubo un siseo en el aire, como si algo cerrado a presión se hubiese abierto. Los demonios que le perseguían, una docena de ellos, habían frenado su descenso y revoloteaban a varios metros sobre él, casi con indecisión.

La consciencia comenzó a abandonarlo y su vista se nubló. Lo último que notó antes de que la oscuridad de la muerte se lo llevase fue una sensación en su rostro. Una mano suave, como la de su madre, acariciándolo. Casi con ternura.

Oyó un susurro de palabras en una lengua olvidada que aún así reconoció como suya.

Las sombras crecieron y sus ojos no vieron más, pero antes del final volvió a sentir el temblor de la pirámide y la caverna a su alrededor, y escuchó de nuevo los sonidos metálicos de los demonios que habían traído la muerte a su gente y reconoció la emoción que emitían los chillidos de aquellas bestias.

Dolor. Y miedo.

Sentían miedo.

Sonrió antes de morir.

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