sábado, 26 de noviembre de 2022

094 DÍA SEGUNDO (IV)

 

Luna de IX-0900.

Para el joven operativo laciano, el recibir la señal de socorro desde el comunicador de su hermano había sido un claro indicio de que las cosas no iban a terminar bien.

Los otros tres miembros y él encontraron al pobre Kovas cubierto de quemaduras, sentando sobre el asfalto mojado frente al edificio aún en llamas. De pie junto a él se encontraba la lupina figura del supervisor Bacta. El objetivo de la misión a quien debían rescatar.

Una tenue sensación de alivio se asentó sobre el operativo. Su hermano vivía, y parece que había conseguido cumplir la misión. Eso garantizaría que no habría represalias por parte de los Viejos Maestros en cuanto a la pérdida del resto del equipo.

El alivio duró poco cuando se manifestó el segundo indicio de que las cosas no iban a terminar bien.

“Inventario”, ladró Bacta.

Ni un saludo, ni un reconocimiento, ni una orden de ayudar al herido. Apenas acaban de llegar y el primer acto del supervisor parecía algo más propio de un examen de rendimiento más que de otra cosa. El operativo iba a protestar cuando su hermano se levantó, poniéndose al lado del irascible gobbore.

“Armamento individual”, comenzó a responder Kovas, con voz ronca, “Armamento pesado. Nuestra lanzadera está equipada con…”, se interrumpió, lanzando una mirada a los operativos recién llegados. La humana del grupo se adelantó, dirigiéndose directamente a Bacta.

“Nuestra lanzadera cuenta con refuerzo estándar, un vehículo tierra-aire monoplaza, una mecha-armadura  con capacidad de vuelo corto modelo…”

Las orejas de Legarias Bacta se alzaron y sus ojos brillaron de una forma que no resultaba para nada tranquilizadora.

“Tengo un olor, tengo un rastro y tengo una corazonada”, dijo, interrumpiendo con una sonrisa de dientes afilados a la joven operativa, “Y ahora tengo un arma.”

El gobbore rió, con el candor de un niño pequeño, lo que contribuyó a lo perturbador de la escena. Se frotó las manos e hizo gestos a los demás para que se acercaran a él.

“Esto es lo que vamos a hacer, muchachos, tras una paradita en vuestra nave.”

 

******

 

Ningún plan sobrevive al contacto con el enemigo. Esa era una triste y habitual realidad que Tobal Vastra-Oth conocía de sus tiempos como militar del Concilio.

Algo menos habitual, aunque doblemente frustrante, es cuando el enemigo es tu vehículo de huida.

“¡Maldita sea!”, exclamó el ex-soldado angamot, dejando caer su soldador tras recibir una pequeña descarga que erizó el vello de su brazo derecho. La experiencia y el autocontrol fueron lo único que frenó el impulso de embestir contra el objeto de su frustración con su cérvida cornamenta.

Tomó aire para calmarse mientras echaba un vistazo al viejo hangar. Había sido un golpe de suerte encontrarlo cuando llegaron a aquella luna. Amplio, semiabandonado, pero restos de material y herramientas aún aprovechables. La lanzadera descansaba en el centro, con su parte trasera orientada al portón exterior. Cajas y containers de viejos suministros salpicaban la superficie de cemento alrededor de ella, recuerdos de una época en la que aquel lugar debió haber visto mucha más actividad.

Un chasquido acompañado de un pitido de breve estática señalo la activación de los altavoces de comunicación exterior de la lanzadera. La voz de Meredith Alcaudón resonó desde el interior de la cabina, llegando sin problemas al abierto estomago de la lanzadera donde se encontraba él.

“Voy a asumir que no estás teniendo más suerte con los conectores del hipermotor que yo con la computadora de navegación.”

Tobal dejó salir una risa breve de entre sus labios antes de acercarlos a la pulsera-comunicador de su muñeca, conectada al sistema de comunicaciones de la nave.

“Vamos paso a paso… tres de los cuatro están estables, pero el último va a exigirme unos cuantos malabarismos de ingeniería, salvo que tengamos tiempo para un recambio.”

“Sabes que no es así”, replicó Alcaudón, “Desde el aviso de Goa de su avistamiento de operativos en el atolón.”

Tobal asintió aún sabiendo que Meredith no podía verle desde la cabina.

Goa Minila y su entrenamiento con los operativos había resultado una pequeña bendición cuando ello le permitió reconocer a agentes de su vieja organización peinando el área dos días atrás. Meredith tardó otro día en elaborar la trampa y el plan habría culminado con ellos en el espacio ya hace unas horas si no fuese porque la lanzadera que habían robado a Bacta decidió ponerse temperamental.

Tobal se limpió las manos con un viejo trapo antes de volver a agarrar las herramientas. Los últimos días habían visto más cambios además del que estaba propiciando una nueva huida.

Meredith había conseguido la clave para por fin poder descifrar todo el contenido encriptado que había costado la vida a Tiarras Pratcha y al esposo de Tobal. Tras meses consumiéndose a sí misma, la mujer había parecido renacer. Su aspecto demacrado se estaba difuminando, volviendo a ganar algo del peso perdido al recuperar una dieta más estable y su cabello había comenzado a crecer de nuevo aunque aún seguía más corto que cuando se encontraron por primera vez, siguiendo el rastro de Bacta.

La idea de sacrificar al supervisor dejó a Tobal con mal sabor de boca, asumiendo que los operativos que rastreaban el lugar cayesen en la trampa de Meredith si intentaban rescatar al gobbore.

Pero con la ayuda de Goa podría retomar el rastro de las actividades de los operativos en el orfanato de Esbos. Bacta nunca había proporcionado información útil y se estaba convirtiendo más en un lastre peligroso que otra cosa, así que hacer borrón y cuenta nueva respecto a él era en lo más sensato.

Un último ajuste en el conector se tradujo esta vez en un sonido que denotaba el flujo de energía siendo redirigido de una forma más apropiada. Sin calambrazos ni riesgos de fuga.

Un nuevo chasquido de estática resonó en el hangar, seguido por la voz de Meredith Alcaudón.

“Se han encendido un montón de lucecitas en el panel de mando”, dijo, “Asumo que todo va bien y no has terminado frito.”

“Todo bien ¿Cómo va esa computadora de navegación?”, preguntó Tobal.

“Como un dolor recurrente de muelas”, replicó la tecnópata, “Ni siquiera razonando con el fantasma en la máquina consigo que se estabilice. En el momento en que se traza una ruta la condenada se resetea y pierde la información. En vuelo manual es un incordio pero nada grave. Pero si nos hace esa jugarreta en un hipersalto…”

“No me gusta la idea de quedarme a la deriva en el vacío entre sistemas estelares”, dijo Tobal, mientras cerraba los paneles de fuselaje blindado y descendía de un salto al suelo del hangar, “Es arriesgado y el tiempo apremia, pero quizá debamos plantearnos una excursión rápida al mercado y buscar un recambio, o alguna tarjeta de rutas prefijadas.”

“Dame treinta minutos más. Si no consigo nada…”

“Bien”, replicó, “Treinta minutos. Si no consigues que ese cacharro funcione Goa y yo saldremos de excursión.”

“¿¡Vamos a ir de excursión!?”, exclamó una voz joven y aguda a sus espaldas. Tobal dio un respingo sobresaltado antes de girar sobre sí mismo y encontrarse de lleno con el rostro piel rojiza y cabellos plateados de Goa Minila observándole con expresión curiosa y el ceño ligeramente fruncido sobre sus ojos compuestos de forma almendrada.

La joven vas andarte era en ocasiones sigilosa a niveles peligrosos. Solo en ocasiones.

Como todos los de su especie, Goa Minila era esbelta y de gran estatura. A pesar de tener solo catorce años, casi podía mirar a un angamot adulto de unos dos metros de altura como Tobal cada a cara.

“Solo a hacer recados, Goa”, explicó Tobal, “Si Meredith no consigue ajustar la navegación de la nave vamos a necesitar un recambio.”

“Aaaah, entiendo”, dijo la joven asintiendo con la cabeza al tiempo que se cruzaba de brazos, “Eso tiene más sentido señor Vastra-Oth. Salir a hacer una excursión por las buenas sería muy irresponsable en nuestras circunstancias actuales.”

Tobal rió, “Cierto, cierto… ¿me ayudas a guardar estas herramientas?”

“Claro”, replicó la muchacha, antes de lanzar una mirada de reojo hacia los paneles de observación exteriores de la cabina de mando de la lanzadera, “La señorita Alcaudón aún está algo descentrada ¿verdad? Usted también lo ha notado.”

Tobal tuvo que darle la razón. La verdad es que pese a su mejoría a Meredith le había sucedido algo que aún no había comentado. Lo disimulaba bien, pero podía leerse entre líneas una tensión creciente en sus gestos, expresiones y palabras que parecía estar afectando a su rendimiento. Tobal no quería presionarla para hablar de ello, fuese lo que fuese, pero si la cosa iba a peor…

Goa se quedó quieta a su lado, como paralizada.

“Motores”, susurró.

Tobal frunció el ceño y agudizó su oído al tiempo que dejaba la caja de herramientas en el suelo. Si, un ruido de motores, tenue, como de una nave monoplaza pequeña o…

El ruido cesó, seguido de un impacto breve y secó como si algo de considerable peso hubiese tocado tierra justo frente a la puerta del hangar.

Años de experiencia militar e instinto de supervivencia bien agudizado llevaron a Tobal Vastra-Oth a conjurar un escudo mágico de protección al mismo tiempo que agarraba a Goa Minila en sus brazos, saltando los dos hasta situarse justo tras los containers al lado izquierdo de la lanzadera en el momento exacto en que las puertas del hangar se abrieron con una violenta explosión,

Las enormes puertas no cayeron, pero en el centro de ambas un enorme agujero fundido y humeante se había formado. La silueta de algo grande se vislumbraba entre el humo.

“¡Meredith, sal de la lanzadera!”, gritó Tobal a través del comunicador de su muñeca.

A través de la violentamente improvisada entrada, un pequeño cohete atravesó la humareda y surcó el aire hasta impactar con el ala derecho de la lanzadera, comprometiendo su equilibrio. La nave no estalló, pero su diestra estaba bañada en llamas y todo el vehículo había comenzado a inclinarse con un chirriar metálico y estruendoso que no pudo silenciar el sonido de una risa desquiciada.

“¡Ahora no podréis marcharos!”, gritó Legarias Bacta haciendo acto de presencia a través del agujero de impacto que había creado.

Tobal se asomó brevemente por el borde del gran contenedor metálico y pudo ver al gobbore de pelaje blanco entrando en el hangar, pilotando una mecha-armadura similar a la que había usado en su primer encuentro, aunque esta parecía contar con mayor blindaje y un desproporcionado sistema de propulsión a su espalda en la forma de reactores de energía.

Caminando tras él, un grupo de cinco operativos siguió sus pasos al interior, todos y cada uno de ellos con rifles de proyectiles acelerados en sus manos.

Maldita sea, pensó Tobal, No tengo ningún arma a mano. Esa cosa parece más dura que la de la última vez y ni siquiera sé si Meredith sigue consciente ahí dentro…

Sus pensamientos se cortaron en seco cuando una salva de disparos de alto calibre voló por encima de sus cabezas, impactando y atravesando el contenedor. El estar tumbados en el suelo fue lo que en ese instante salvó su vida y la de Goa.

“¡Sé que estáis ahí escondidos!”, gritó Bacta, “¡Salid que os vea!”

“Señor, quizá debiéramos flanquearlos y…”, comenzó a decir uno de los operativos para ser agarrado de repente por la mano blindada de la mecha armadura.

“Los voy a matar yo, y solo yo”, replicó el desquiciado gobbore con frialdad, “Vosotros cubriréis esta salida para que no escapen, y si vuelves a intentar decirme qué tengo que hacer…”

Se produjo un chirriar metálico y un leve crujido de huesos. El operativo no gritó, pero un quejido de dolor escapó de su boca antes de que Bacta lo soltase de nuevo.

“¿Entendido?”, preguntó el supervisor gobbore. 

“Si”, comenzó a responder el operativo antes de toser dolorido, “Si señor.”

Bacta bufó con un gesto despectivo y se volvió de nuevo hacia la nave. Quizá disparase unos cuantos misiles más, los justos para que no explotase todo pero sí para que el interior se convirtiese en un horno. Se asarían vivos allí dentro esos tres desgraciados…

Sus fantasías se interrumpieron cuando la puerta de embarque trasero de la lanzadera comenzó a abrirse. Una figura humana de baja estatura comenzó a descender por la plataforma de desembarco hasta el exterior.

Nunca lo sabrían, pero en aquel momento Tobal Vastra-Oth y Legarias Bacta pensaron exactamente lo mismo.

¿¿Pero qué demonios está…??

Meredith Alcaudón tocó el suelo del hangar. Volvía a vestir su traje de corte masculino y color negro, con una camisa blanca que había visto mejores días, pero sin corbata. Su vieja gabardina de color pardo completaba el conjunto junto a su sombrero de ala corta.

“Bacta”, dijo, alzando su mano derecha y dejando ver en ella una pistola de proyectiles acelerados.

Bacta respondió con un aullido de rabia y alzó el brazo izquierdo de su mecha-armadura, donde el cañón giratorio comenzó a moverse y tomar velocidad milésimas de segundo antes de vomitar miles de proyectiles de metal fundido reforzados por energía cinética.

Esas milésimas de segundo bastaron a Meredith para disparar tres veces.

Las finas láminas de metal acelerado abandonaron el cañón de la pistola y volaron hacia Bacta. Un empujón de leve telequinesis y una petición tecnopática causaron que sus trayectorias se curvasen e impactasen de lleno en el brazo de la mecha-armadura.

No causaron daños serios a su blindaje, no lo inmovilizaron. Pero golpearon los puntos precisos y exactos que propiciaron que el cañón giratorio se atascase, incapacitándolo.

“¡No! ¡NO!”, gritó Bacta, “¡OTRA VEZ NO! ¡NO ME LA VAS A JUGAR DE LA MISMA MANERA, BRUJA!”

Meredith no se dignó en dar respuesta. Había comenzado a correr hacia el mismo punto en que se encontraban Tobal y Goa a cubierto. Pudo escuchar como Bacta daba órdenes a los operativos para abrir fuego. Al mismo tiempo que daba el último salto que la haría caer de bruces contra el suelo tras el contenedor de metal, Meredith Alcaudón efectuó un último disparo casi sin mirar.

De nuevo, la trayectoria del proyectil se  curvó de forma antinatural. Pasó por debajo de Bacta, entre las piernas de la mecha-armadura casi rozando el suelo antes de volver a ascender y impactar de lleno en el cinturón compartimentado de uno de los operativos que acompañaban al supervisor gobbore.

Específicamente en el compartimento con cápsulas de explosivos plásticos.

La explosión no fue gigantesca, pero mató al pobre desgraciado y dejó incapacitados s los dos operativos más cercanos a él, dejando solo ilesos a dos de los soldados de Bacta, la pareja de hermanos lacianos.

Bacta, por su parte, casi cae de morros al suelo, desequilibrado por la explosión a su espalda.

Para cuando recuperó el equilibrio, Alcaudón ya no estaba a la vista, oculta tras los contenedores de metal junto a Tobal y Goa.

“Esto es un poco un déjà vu“, dijo la tecnópata pelirroja recuperando el aliento, “¿No te lo parece?”

“Estás mal de la cabeza”, musitó Tobal.

A su lado, Goa mostró más entusiasmo, “¡Eso ha sido el pito, señora Alcaudón!”

“La polla, Goa”, corrigió la tecnópata, “Ha sido la polla. Pero me temo que no hemos salido de esta.”

Algo silbó por encima de ellos y un misil chocó contra el otro extremo del hangar. Sintieron el impacto y una onda de aire caliente empujándolos contra el contenedor. Otros dos misiles volaron, alcanzando el lado derecho del hangar y uno más golpeó el fuselaje de la nave, propiciando una bola de fuego peligrosamente cercana.

Bacta había comenzado a reír de nuevo.

“¡Tenemos que salir de aquí!”, gritó Tobal.

“Hay que buscar una forma. Tienen la única salida cubierta, tenemos que… ¡Goa, no!”, exclamó Meredith.

La joven vas andarte había salido a la carrera por el lado izquierdo del container, haciendo aspavientos con sus brazos.

“¡Aquí! ¡Aquí señor Bacta!”, gritó, “¡Seguro que no puede cogerme, viejo saco de pulgas!”

Tobal saltó hacia la muchacha. Intentando arrastrarla de nuevo a cubierto, dándole vueltas a qué la habría llevado a intentar aquel burdo intento de distracción.

El suelo tembló. 

Meredith salió por el otro lazo, pistola en lo alto, esperando poder atinar un disparo entre un millón que salvase sus vidas.

Bacta rió de nuevo, el disparador de misiles sobre el hombro derecho de su mecha-armadura iluminado de nuevo con luz verde, listo para disparar.

El suelo tembló de nuevo, y esta vez todos en el hangar perdieron el equilibrio por un instante, como si un terremoto intenso hubiese golpeado por un segundo.

Un estruendo metálico silenció a todos los demás sonidos del lugar.

El techo del hangar se abrió como si fuese de papel y algo grande descendió con una rapidez pasmosa, aplastando a Legarias Bacta como si fuese un insecto. La mecha-armadura se plegó sobre sí misma bajo el tremendo impacto y el cuerpo del gobbore se convirtió en una pasta sanguinolenta casi informe, muriendo en el acto.

La fuerza del golpe hizo temblar el suelo de nuevo, con más intensidad que antes.

El cerebro de Meredith tardó unos segundos en comprender que lo que estaba viendo era un enorme puño plateado y rojizo al final de un brazo igualmente gigantesco que había atravesado el techo del hangar de la misma forma que ella hubiese podido agujerear una caja de cartón de un puñetazo.

Se produjo el sonido de disparos. Alarmada, Meredith constató que Tobal y Goa estaban bien, igual de pasmados que ella a juzgar por la expresión de sus rostros.

Por el contrario, los dos operativos que habían quedado vivos acompañando a Bacta habían caído con agujeros de bala en sus cabezas.

Tras ellos pudo atisbar dos figuras recortadas a la luz del exterior en el agujero de entrada. Una era humanoide. La otra, pistola en mano, parecía ser un phalkata.

El puño gigante se alzó en al aire, dejando tras sí los restos aplastados en un pequeño cráter. La enorme extremidad comenzó a brillar y de repente, después de un destello de luz cegadora, una figura humanoide femenina y musculosa, envuelta en un extraño traje plateado y rojizo, con un extraño orbe en el pecho y un casco de ojos insectoides dorados se encontraba en el centro del hangar.

Justo delante de Meredith.

La extraña indumentaria comenzó a desvanecerse en leves partículas de luz azulada, dejando ver a una mujer atliana joven, de piel azulada, ojos ámbar, y una altura y físico poco habituales para su especie, enfundada en una camiseta blanca de tirantes, pantalones negros y botas.

La recién llegada sonrió, como si se alegrase de veras de ver a Meredith.

“Meredith Alcaudón, supongo", dijo, "Me llamo Dovat." 

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