domingo, 12 de marzo de 2023

105 EL ÚLTIMO DÍA (I)

 

Avarra.

La noche había sido una tormenta de llamas, golpes y espirales de color iluminando una oscuridad de cristal quebradizo.

Con la pirámide neutralizada, la flota del Concilio había podido por fin actuar con mayor efectividad. Aunque fuese principalmente como control de perímetro, asegurándose de que las esquirlas en la superficie encontrasen dificultades para desplazarse. Que las criaturas tuviesen un ritmo de propagación menor que los garmoga era una bendición, pero sin una contención apropiada nada las impediría tomar todo el planeta.

Las tropas de a pie habían demostrado no estar capacitadas para plantear una resistencia duradera y se vieron relegados a la asistencia en las labores de evacuación y a ser básicamente escudos de carne como último recurso para garantizar la huida de la población.

Con los Dhars en reposo, exhaustos tras la destrucción del constructo piramidal, la flota había tomado con ímpetu la labor de mantener un control del área continental afectada. Las esquirlas habían mostrado capacidades teleportación y vuelo limitado que permitieron a algunas alcanzar las naves que más se arriesgaban al descender más de lo debido en altura. Pero en su mayor parte, la mayoría de esquirlas parecía seguir una suerte de programación para propagarse por tierra o por el subsuelo, haciendo poco o nada para frenar las nuevas oleadas de bombardeos orbitales que frenaban sus intentos de expansión.

Las esquirlas tenían otra preocupación en mente. Tres, concretamente.

Rider Blue, Rider Purple y Rider Orange.

La ausencia de los Dhar Komai y la naturaleza de las esquirlas, imposibilitando el mantener un contacto físico directo, habían probado ser dos dificultades irritantes pero no inasumibles. Las armas de energía conjurada y los ataques canalizados a través de ellas eran un método efectivo de purgar la presencia de las criaturas al tiempo que se mantenía una distancia prudencial. Las esquirlas por su parte se coordinaban de una forma envidiable, unidas psíquicamente a través del Canto, pero carecían del animalismo instintivo y velocidad de los garmoga. Y los Rider tenían un siglo y medio de experiencia luchando contra la plaga que asolaba la galaxia.

Avra golpeaba con su espadón, Durande, con un afán jubiloso, riendo a cada impacto. En ocasiones el arma se extendía, cientos de metros como una cuchilla de energía pura que cortaba todo a su paso en un arco mortal. En otras ocasiones las acometidas de Avra se traducían en ondas de energía azul cortante, verticales u horizontales, que se expandían al avanzar arrasando con masas de enemigos, dejando la superficie marcada por profundas y gigantescas zanjas como si una criatura titánica hubiese arrojado un zarpazo contra el planeta.

Antos se había convertido en una pesadilla giratoria, arrojando su lanza una vez y otra y otra… A cada lanza arrojada una nueva replica se materializaba en su mano para repetir el proceso en cuestión de décimas de segundo. Estaba en constante movimiento, convirtiendo cada evasión en un ataque, jugando al gato y al ratón con las esquirlas tentándolas con una presa aparentemente fácil antes de dar un vuelco a la situación. En ocasiones tomaba nota de su hermana y su lanza Gebolga se extendía como una vara de longitud extrema, del cual surgían cientos de aguijones empalando a todo enemigo cercano. En otra ocasión, alteró el tamaño de la lanza afectando también a su grosor, convirtiéndola en un gigantesco pilar que detonó en una descarga de poder al golpear el suelo, aniquilando a cientos de esquirlas de un solo golpe.

Armyos era una tormenta. El Rider Orange arrojaba su martillo Mjolnija, haciéndolo bailar en el aire en una trayectoria en espiral a su alrededor, descargando relámpagos de poder concentrado antes de estallar en una masa de electricidad y energía destructiva previa a materializarse de nuevo en la mano de su amo. Cada golpe propinado al suelo hacía temblar la superficie y la quebraba abriendo fallas cargadas de electricidad anaranjada que engullían a las esquirlas. Relámpagos con el grosor de un rascacielos caían a su alrededor como luminosas cuchillas de luz celestial, erradicando a la masa de cristal oscuro viviente que intentaba llegar a él.

Y en medio de todo ese caos, se cubrían las espaldas.

Siempre que una esquirla conseguía tener la buena fortuna de sobrepasar sus defensas y poder lanzar un ataque a uno de ellos, otro se lo impedía. Cada uno de los Riders tenía sus sentidos centrados en el enemigo y en sus compañeros. Cuando una esquirla esquivó milagrosamente uno de los golpes de Avra y se disponía a agarrar el cuello de la Rider Bue, una lanza púrpura atravesó su cabeza. Cuando otra consiguió saltar a través de una nube de lanzas arrojadas por Antos antes de lanzarse contra su espalda, un relámpago anaranjado la golpeó de lleno en el pecho. Y cuando una esquirla se las apañó para seguir entera pese a ser parcialmente alcanzada por uno de los relámpagos de Armyos, una onda de energía azul la cercenó por la mitad antes de que siquiera pudiese moverse hacia la posición del Rider Orange.

Aún con eso, en ocasiones alguna esquirla tenía más suerte que la media. No habían sufrido heridas graves, pero si roces, agarrones y algún desgarro. La sensación de frialdad enfermiza de aquellos contactos presagiaba el terrible destino que los aguardaría si una de aquellas cosas conseguía herirles seriamente o mantener un contacto prolongado.

Pero ignoraron el miedo, pese a que todos sus instintos les gritaban contra aquellos contactos residuales. Ignoraron el miedo, la incertidumbre y las dudas.

Como ignoraron cualquier señal de agotamiento, cualquier tirón en sus tendones o cualquier comezón en sus músculos. Dejaron que la energía del Nexo recorriese sus cuerpos, sosteniéndolos cuando muchos otros ya habrían caído exhaustos, presa de un justamente ganado cansancio. Aún cuando cada paso, cada salto o cada golpe se sintiesen como si sus cuerpos pesasen toneladas al moverse, no desistieron.

No podían. Sus mentes se refugiaron las de unos en los otros, en las experiencias pasadas y en la memoria de jornadas iguales que aquella o peores en sus décadas de combate.

Habían perdido la noción del tiempo, pero estaban seguros de que otro día entero ya había pasado o estaría pronto a terminar. Pronto sus Dhar Komai estarían lo suficientemente repuestos para poder asistir en la purga del enemigo. Las draconianas bestias reposaban a salvo, dormidas en el lago de magma cargado de magia que había sido la malograda capital del planeta solo un día antes y en donde la Guardia Real de Keket había conocido su fin a manos de las Riders Red y Black.

La promesa de su pronto despertar, de la salvación de Avarra y de poder reunirse con sus hermanas en Occtei mantuvo a los tres Riders centrados en el combate. Cuchillas de poder azul del tamaño de fragatas, aguijones púrpura lloviendo de los cielos y anaranjados relámpagos en horizontal rompiendo el aire con el sonido del trueno.

No hacían falta palabras.

 

******

 

Dentro de unos minutos, el capitán de la fragata INS Austilos estaría sin palabras.

La mayor parte de la flota del Concilio había sido convocada para el enfrentamiento en Avarra –y desconocido para él, parte pronto se trasladaría a Occtei para la última fase de la confrontación– pero los viejos mecanismos y protocolos no habían sido erradicados del todo. Un pequeño pero significativo número de fragatas mantendría las rutas de patrulla en las áreas del borde exterior galáctico del Concilio.

El capitán, un joven angamot con una cornamenta ampliamente ramificada, tenía sentimientos encontrados al respecto. Por una parte, creía que estar con el resto de la flota era su deber, la oportunidad de marcar una diferencia. El estar alejado del conflicto se sentía casi como una traición, una recompensa amarga. Estabas lejos del peligro, a salvo, eras recipiente de un inesperado privilegio.

Pero al mismo tiempo en aquella patrulla había una responsabilidad ineludible. Los garmoga seguían ahí afuera si bien habían vuelvo a frenar su actividad en las últimas semanas tras la incursión en Alirion. Pero su presencia y movimientos debían ser seguidos en la mayor medida de lo posible. No sería bueno que las defensas de la galaxia centradas en un enemigo no pudiesen ver venir una puñalada por la espalda de otro.

Así que la Austilos era una de tantas naves al margen de la barbarie de los últimos tres días, recorriendo las rutas secundarias a velocidades variables, monitorizando todo dato o rastro energético sospechoso, en contante contacto con la red ZiZ de avistamientos.

El protocolo era sencillo. Si una fragata detectaba un enjambre garmoga en movimiento debía transmitir sus coordenadas al ZiZ, determinar las posibles rutas y ofrecer un listado de los mundos cercanos más susceptibles a un ataque. El capitán desconocía exactamente cuál era el resto del proceso en la red ZiZ, pero nueve de cada diez veces acertaban en sus estimaciones de que mundos iban a sufrir un ataque, dando un amplio margen de maniobra para la preparación de defensas, evacuaciones y llegada de los Riders.

Una de cada diez el mundo atacado era un planeta rico en recursos pero no habitado por ninguna especie sapiente o sin ninguna civilización notable.

Las incomodas implicaciones de aquello habían sido señaladas en más de una ocasión. También en más de una ocasión los Riders habían intervenido por su cuenta en alguno de aquellos mundos, auspiciados por los Corps aún sin presencia del Concilio. Un caso notorio hace veinte años había terminado con un primer contacto con una civilización preindustrial salvada por los Riders de ser consumidos a manos de los garmoga y el mundo aislado como territorio protegido.

“Señor.”

El capitán se volvió, saliendo de su ensimismamiento al oír la voz de la técnica de su puesto de mando al cargo de la detección de señales energéticas y movimientos enemigos.

“¿Si, oficial?”

“Los sensores están detectando movimiento en los bordes del sector”, explicó la joven simuras de aspecto pisciforme, “Las lecturas de energía se corresponden con… Oh, espíritus…”

Todas las luces de alarma del puesto de mando se encendieron de golpe. Todos los sensores activaron automáticamente las señales para los protocolos de auxilio y combate.

“¡Oficial!”

“¡Son los garmoga, señor! ¡Los sensores han detectado un…! No, no es un enjambre señor, son múltiples enjambres convergiendo en…”

La joven palideció, el tono azulado verdemar de su escamosa piel se tornó casi blanco.

“Deberían ser visibles ahora… van a pasar a nuestro lado en…”

Efectivamente, a través de los paneles de visualización del puesto de mando que ofrecían las vistas del exterior de la nave, pudieron ver una masa de cuerpos metálicos e insectoides volando a través del espacio a una velocidad grotesca. No era la primera vez que habían visto garmoga, pero aquel enjambre combinado era casi tan grande como el del ataque a Pealea.

“¿Podemos… podemos calcular el número?”, preguntó el capitán, absorto ante la monstruosidad que se movía peligrosamente cerca de ellos.

“Una de las estaciones ZiZ han contactado con nosotros. Lo han detectado también, y según los cálculos es muy similar en tamaño al super-enjambre de Pealea.”

“Eso significa al menos cinco millones de garmoga en una sola agrupación”, musitó el oficial de comunicaciones, un ithunamoi que a juzgar por la posición de sus púas parecía al borde de un ataque de pánico.

“¿Ruta?”, preguntó de nuevo el capitán.

“Señor, pese a la lejanía los garmoga parecen estar… Si, el ZiZ lo ha confirmado, están siguiendo una de las viejas rutas pre-establecidas por las antiguas federaciones de comercio del imperio laciano.”

El capitán escuchó cada palabra, no estaba distraído, pero sus ojos seguían clavados en la masa de garmoga y hubiese jurado ver algo más moviéndose entre ellos. Algo más grande, cargado con un resplandor esmeralda de aspecto enfermizo y venenoso.

Las palabras de su oficial sonaron altas y claras en el puesto de mando.

“Los garmoga se dirigen a Occtei.”

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