sábado, 26 de noviembre de 2022

094 DÍA SEGUNDO (IV)

 

Luna de IX-0900.

Para el joven operativo laciano, el recibir la señal de socorro desde el comunicador de su hermano había sido un claro indicio de que las cosas no iban a terminar bien.

Los otros tres miembros y él encontraron al pobre Kovas cubierto de quemaduras, sentando sobre el asfalto mojado frente al edificio aún en llamas. De pie junto a él se encontraba la lupina figura del supervisor Bacta. El objetivo de la misión a quien debían rescatar.

Una tenue sensación de alivio se asentó sobre el operativo. Su hermano vivía, y parece que había conseguido cumplir la misión. Eso garantizaría que no habría represalias por parte de los Viejos Maestros en cuanto a la pérdida del resto del equipo.

El alivio duró poco cuando se manifestó el segundo indicio de que las cosas no iban a terminar bien.

“Inventario”, ladró Bacta.

Ni un saludo, ni un reconocimiento, ni una orden de ayudar al herido. Apenas acaban de llegar y el primer acto del supervisor parecía algo más propio de un examen de rendimiento más que de otra cosa. El operativo iba a protestar cuando su hermano se levantó, poniéndose al lado del irascible gobbore.

“Armamento individual”, comenzó a responder Kovas, con voz ronca, “Armamento pesado. Nuestra lanzadera está equipada con…”, se interrumpió, lanzando una mirada a los operativos recién llegados. La humana del grupo se adelantó, dirigiéndose directamente a Bacta.

“Nuestra lanzadera cuenta con refuerzo estándar, un vehículo tierra-aire monoplaza, una mecha-armadura  con capacidad de vuelo corto modelo…”

Las orejas de Legarias Bacta se alzaron y sus ojos brillaron de una forma que no resultaba para nada tranquilizadora.

“Tengo un olor, tengo un rastro y tengo una corazonada”, dijo, interrumpiendo con una sonrisa de dientes afilados a la joven operativa, “Y ahora tengo un arma.”

El gobbore rió, con el candor de un niño pequeño, lo que contribuyó a lo perturbador de la escena. Se frotó las manos e hizo gestos a los demás para que se acercaran a él.

“Esto es lo que vamos a hacer, muchachos, tras una paradita en vuestra nave.”

 

******

 

Ningún plan sobrevive al contacto con el enemigo. Esa era una triste y habitual realidad que Tobal Vastra-Oth conocía de sus tiempos como militar del Concilio.

Algo menos habitual, aunque doblemente frustrante, es cuando el enemigo es tu vehículo de huida.

“¡Maldita sea!”, exclamó el ex-soldado angamot, dejando caer su soldador tras recibir una pequeña descarga que erizó el vello de su brazo derecho. La experiencia y el autocontrol fueron lo único que frenó el impulso de embestir contra el objeto de su frustración con su cérvida cornamenta.

Tomó aire para calmarse mientras echaba un vistazo al viejo hangar. Había sido un golpe de suerte encontrarlo cuando llegaron a aquella luna. Amplio, semiabandonado, pero restos de material y herramientas aún aprovechables. La lanzadera descansaba en el centro, con su parte trasera orientada al portón exterior. Cajas y containers de viejos suministros salpicaban la superficie de cemento alrededor de ella, recuerdos de una época en la que aquel lugar debió haber visto mucha más actividad.

Un chasquido acompañado de un pitido de breve estática señalo la activación de los altavoces de comunicación exterior de la lanzadera. La voz de Meredith Alcaudón resonó desde el interior de la cabina, llegando sin problemas al abierto estomago de la lanzadera donde se encontraba él.

“Voy a asumir que no estás teniendo más suerte con los conectores del hipermotor que yo con la computadora de navegación.”

Tobal dejó salir una risa breve de entre sus labios antes de acercarlos a la pulsera-comunicador de su muñeca, conectada al sistema de comunicaciones de la nave.

“Vamos paso a paso… tres de los cuatro están estables, pero el último va a exigirme unos cuantos malabarismos de ingeniería, salvo que tengamos tiempo para un recambio.”

“Sabes que no es así”, replicó Alcaudón, “Desde el aviso de Goa de su avistamiento de operativos en el atolón.”

Tobal asintió aún sabiendo que Meredith no podía verle desde la cabina.

Goa Minila y su entrenamiento con los operativos había resultado una pequeña bendición cuando ello le permitió reconocer a agentes de su vieja organización peinando el área dos días atrás. Meredith tardó otro día en elaborar la trampa y el plan habría culminado con ellos en el espacio ya hace unas horas si no fuese porque la lanzadera que habían robado a Bacta decidió ponerse temperamental.

Tobal se limpió las manos con un viejo trapo antes de volver a agarrar las herramientas. Los últimos días habían visto más cambios además del que estaba propiciando una nueva huida.

Meredith había conseguido la clave para por fin poder descifrar todo el contenido encriptado que había costado la vida a Tiarras Pratcha y al esposo de Tobal. Tras meses consumiéndose a sí misma, la mujer había parecido renacer. Su aspecto demacrado se estaba difuminando, volviendo a ganar algo del peso perdido al recuperar una dieta más estable y su cabello había comenzado a crecer de nuevo aunque aún seguía más corto que cuando se encontraron por primera vez, siguiendo el rastro de Bacta.

La idea de sacrificar al supervisor dejó a Tobal con mal sabor de boca, asumiendo que los operativos que rastreaban el lugar cayesen en la trampa de Meredith si intentaban rescatar al gobbore.

Pero con la ayuda de Goa podría retomar el rastro de las actividades de los operativos en el orfanato de Esbos. Bacta nunca había proporcionado información útil y se estaba convirtiendo más en un lastre peligroso que otra cosa, así que hacer borrón y cuenta nueva respecto a él era en lo más sensato.

Un último ajuste en el conector se tradujo esta vez en un sonido que denotaba el flujo de energía siendo redirigido de una forma más apropiada. Sin calambrazos ni riesgos de fuga.

Un nuevo chasquido de estática resonó en el hangar, seguido por la voz de Meredith Alcaudón.

“Se han encendido un montón de lucecitas en el panel de mando”, dijo, “Asumo que todo va bien y no has terminado frito.”

“Todo bien ¿Cómo va esa computadora de navegación?”, preguntó Tobal.

“Como un dolor recurrente de muelas”, replicó la tecnópata, “Ni siquiera razonando con el fantasma en la máquina consigo que se estabilice. En el momento en que se traza una ruta la condenada se resetea y pierde la información. En vuelo manual es un incordio pero nada grave. Pero si nos hace esa jugarreta en un hipersalto…”

“No me gusta la idea de quedarme a la deriva en el vacío entre sistemas estelares”, dijo Tobal, mientras cerraba los paneles de fuselaje blindado y descendía de un salto al suelo del hangar, “Es arriesgado y el tiempo apremia, pero quizá debamos plantearnos una excursión rápida al mercado y buscar un recambio, o alguna tarjeta de rutas prefijadas.”

“Dame treinta minutos más. Si no consigo nada…”

“Bien”, replicó, “Treinta minutos. Si no consigues que ese cacharro funcione Goa y yo saldremos de excursión.”

“¿¡Vamos a ir de excursión!?”, exclamó una voz joven y aguda a sus espaldas. Tobal dio un respingo sobresaltado antes de girar sobre sí mismo y encontrarse de lleno con el rostro piel rojiza y cabellos plateados de Goa Minila observándole con expresión curiosa y el ceño ligeramente fruncido sobre sus ojos compuestos de forma almendrada.

La joven vas andarte era en ocasiones sigilosa a niveles peligrosos. Solo en ocasiones.

Como todos los de su especie, Goa Minila era esbelta y de gran estatura. A pesar de tener solo catorce años, casi podía mirar a un angamot adulto de unos dos metros de altura como Tobal cada a cara.

“Solo a hacer recados, Goa”, explicó Tobal, “Si Meredith no consigue ajustar la navegación de la nave vamos a necesitar un recambio.”

“Aaaah, entiendo”, dijo la joven asintiendo con la cabeza al tiempo que se cruzaba de brazos, “Eso tiene más sentido señor Vastra-Oth. Salir a hacer una excursión por las buenas sería muy irresponsable en nuestras circunstancias actuales.”

Tobal rió, “Cierto, cierto… ¿me ayudas a guardar estas herramientas?”

“Claro”, replicó la muchacha, antes de lanzar una mirada de reojo hacia los paneles de observación exteriores de la cabina de mando de la lanzadera, “La señorita Alcaudón aún está algo descentrada ¿verdad? Usted también lo ha notado.”

Tobal tuvo que darle la razón. La verdad es que pese a su mejoría a Meredith le había sucedido algo que aún no había comentado. Lo disimulaba bien, pero podía leerse entre líneas una tensión creciente en sus gestos, expresiones y palabras que parecía estar afectando a su rendimiento. Tobal no quería presionarla para hablar de ello, fuese lo que fuese, pero si la cosa iba a peor…

Goa se quedó quieta a su lado, como paralizada.

“Motores”, susurró.

Tobal frunció el ceño y agudizó su oído al tiempo que dejaba la caja de herramientas en el suelo. Si, un ruido de motores, tenue, como de una nave monoplaza pequeña o…

El ruido cesó, seguido de un impacto breve y secó como si algo de considerable peso hubiese tocado tierra justo frente a la puerta del hangar.

Años de experiencia militar e instinto de supervivencia bien agudizado llevaron a Tobal Vastra-Oth a conjurar un escudo mágico de protección al mismo tiempo que agarraba a Goa Minila en sus brazos, saltando los dos hasta situarse justo tras los containers al lado izquierdo de la lanzadera en el momento exacto en que las puertas del hangar se abrieron con una violenta explosión,

Las enormes puertas no cayeron, pero en el centro de ambas un enorme agujero fundido y humeante se había formado. La silueta de algo grande se vislumbraba entre el humo.

“¡Meredith, sal de la lanzadera!”, gritó Tobal a través del comunicador de su muñeca.

A través de la violentamente improvisada entrada, un pequeño cohete atravesó la humareda y surcó el aire hasta impactar con el ala derecho de la lanzadera, comprometiendo su equilibrio. La nave no estalló, pero su diestra estaba bañada en llamas y todo el vehículo había comenzado a inclinarse con un chirriar metálico y estruendoso que no pudo silenciar el sonido de una risa desquiciada.

“¡Ahora no podréis marcharos!”, gritó Legarias Bacta haciendo acto de presencia a través del agujero de impacto que había creado.

Tobal se asomó brevemente por el borde del gran contenedor metálico y pudo ver al gobbore de pelaje blanco entrando en el hangar, pilotando una mecha-armadura similar a la que había usado en su primer encuentro, aunque esta parecía contar con mayor blindaje y un desproporcionado sistema de propulsión a su espalda en la forma de reactores de energía.

Caminando tras él, un grupo de cinco operativos siguió sus pasos al interior, todos y cada uno de ellos con rifles de proyectiles acelerados en sus manos.

Maldita sea, pensó Tobal, No tengo ningún arma a mano. Esa cosa parece más dura que la de la última vez y ni siquiera sé si Meredith sigue consciente ahí dentro…

Sus pensamientos se cortaron en seco cuando una salva de disparos de alto calibre voló por encima de sus cabezas, impactando y atravesando el contenedor. El estar tumbados en el suelo fue lo que en ese instante salvó su vida y la de Goa.

“¡Sé que estáis ahí escondidos!”, gritó Bacta, “¡Salid que os vea!”

“Señor, quizá debiéramos flanquearlos y…”, comenzó a decir uno de los operativos para ser agarrado de repente por la mano blindada de la mecha armadura.

“Los voy a matar yo, y solo yo”, replicó el desquiciado gobbore con frialdad, “Vosotros cubriréis esta salida para que no escapen, y si vuelves a intentar decirme qué tengo que hacer…”

Se produjo un chirriar metálico y un leve crujido de huesos. El operativo no gritó, pero un quejido de dolor escapó de su boca antes de que Bacta lo soltase de nuevo.

“¿Entendido?”, preguntó el supervisor gobbore. 

“Si”, comenzó a responder el operativo antes de toser dolorido, “Si señor.”

Bacta bufó con un gesto despectivo y se volvió de nuevo hacia la nave. Quizá disparase unos cuantos misiles más, los justos para que no explotase todo pero sí para que el interior se convirtiese en un horno. Se asarían vivos allí dentro esos tres desgraciados…

Sus fantasías se interrumpieron cuando la puerta de embarque trasero de la lanzadera comenzó a abrirse. Una figura humana de baja estatura comenzó a descender por la plataforma de desembarco hasta el exterior.

Nunca lo sabrían, pero en aquel momento Tobal Vastra-Oth y Legarias Bacta pensaron exactamente lo mismo.

¿¿Pero qué demonios está…??

Meredith Alcaudón tocó el suelo del hangar. Volvía a vestir su traje de corte masculino y color negro, con una camisa blanca que había visto mejores días, pero sin corbata. Su vieja gabardina de color pardo completaba el conjunto junto a su sombrero de ala corta.

“Bacta”, dijo, alzando su mano derecha y dejando ver en ella una pistola de proyectiles acelerados.

Bacta respondió con un aullido de rabia y alzó el brazo izquierdo de su mecha-armadura, donde el cañón giratorio comenzó a moverse y tomar velocidad milésimas de segundo antes de vomitar miles de proyectiles de metal fundido reforzados por energía cinética.

Esas milésimas de segundo bastaron a Meredith para disparar tres veces.

Las finas láminas de metal acelerado abandonaron el cañón de la pistola y volaron hacia Bacta. Un empujón de leve telequinesis y una petición tecnopática causaron que sus trayectorias se curvasen e impactasen de lleno en el brazo de la mecha-armadura.

No causaron daños serios a su blindaje, no lo inmovilizaron. Pero golpearon los puntos precisos y exactos que propiciaron que el cañón giratorio se atascase, incapacitándolo.

“¡No! ¡NO!”, gritó Bacta, “¡OTRA VEZ NO! ¡NO ME LA VAS A JUGAR DE LA MISMA MANERA, BRUJA!”

Meredith no se dignó en dar respuesta. Había comenzado a correr hacia el mismo punto en que se encontraban Tobal y Goa a cubierto. Pudo escuchar como Bacta daba órdenes a los operativos para abrir fuego. Al mismo tiempo que daba el último salto que la haría caer de bruces contra el suelo tras el contenedor de metal, Meredith Alcaudón efectuó un último disparo casi sin mirar.

De nuevo, la trayectoria del proyectil se  curvó de forma antinatural. Pasó por debajo de Bacta, entre las piernas de la mecha-armadura casi rozando el suelo antes de volver a ascender y impactar de lleno en el cinturón compartimentado de uno de los operativos que acompañaban al supervisor gobbore.

Específicamente en el compartimento con cápsulas de explosivos plásticos.

La explosión no fue gigantesca, pero mató al pobre desgraciado y dejó incapacitados s los dos operativos más cercanos a él, dejando solo ilesos a dos de los soldados de Bacta, la pareja de hermanos lacianos.

Bacta, por su parte, casi cae de morros al suelo, desequilibrado por la explosión a su espalda.

Para cuando recuperó el equilibrio, Alcaudón ya no estaba a la vista, oculta tras los contenedores de metal junto a Tobal y Goa.

“Esto es un poco un déjà vu“, dijo la tecnópata pelirroja recuperando el aliento, “¿No te lo parece?”

“Estás mal de la cabeza”, musitó Tobal.

A su lado, Goa mostró más entusiasmo, “¡Eso ha sido el pito, señora Alcaudón!”

“La polla, Goa”, corrigió la tecnópata, “Ha sido la polla. Pero me temo que no hemos salido de esta.”

Algo silbó por encima de ellos y un misil chocó contra el otro extremo del hangar. Sintieron el impacto y una onda de aire caliente empujándolos contra el contenedor. Otros dos misiles volaron, alcanzando el lado derecho del hangar y uno más golpeó el fuselaje de la nave, propiciando una bola de fuego peligrosamente cercana.

Bacta había comenzado a reír de nuevo.

“¡Tenemos que salir de aquí!”, gritó Tobal.

“Hay que buscar una forma. Tienen la única salida cubierta, tenemos que… ¡Goa, no!”, exclamó Meredith.

La joven vas andarte había salido a la carrera por el lado izquierdo del container, haciendo aspavientos con sus brazos.

“¡Aquí! ¡Aquí señor Bacta!”, gritó, “¡Seguro que no puede cogerme, viejo saco de pulgas!”

Tobal saltó hacia la muchacha. Intentando arrastrarla de nuevo a cubierto, dándole vueltas a qué la habría llevado a intentar aquel burdo intento de distracción.

El suelo tembló. 

Meredith salió por el otro lazo, pistola en lo alto, esperando poder atinar un disparo entre un millón que salvase sus vidas.

Bacta rió de nuevo, el disparador de misiles sobre el hombro derecho de su mecha-armadura iluminado de nuevo con luz verde, listo para disparar.

El suelo tembló de nuevo, y esta vez todos en el hangar perdieron el equilibrio por un instante, como si un terremoto intenso hubiese golpeado por un segundo.

Un estruendo metálico silenció a todos los demás sonidos del lugar.

El techo del hangar se abrió como si fuese de papel y algo grande descendió con una rapidez pasmosa, aplastando a Legarias Bacta como si fuese un insecto. La mecha-armadura se plegó sobre sí misma bajo el tremendo impacto y el cuerpo del gobbore se convirtió en una pasta sanguinolenta casi informe, muriendo en el acto.

La fuerza del golpe hizo temblar el suelo de nuevo, con más intensidad que antes.

El cerebro de Meredith tardó unos segundos en comprender que lo que estaba viendo era un enorme puño plateado y rojizo al final de un brazo igualmente gigantesco que había atravesado el techo del hangar de la misma forma que ella hubiese podido agujerear una caja de cartón de un puñetazo.

Se produjo el sonido de disparos. Alarmada, Meredith constató que Tobal y Goa estaban bien, igual de pasmados que ella a juzgar por la expresión de sus rostros.

Por el contrario, los dos operativos que habían quedado vivos acompañando a Bacta habían caído con agujeros de bala en sus cabezas.

Tras ellos pudo atisbar dos figuras recortadas a la luz del exterior en el agujero de entrada. Una era humanoide. La otra, pistola en mano, parecía ser un phalkata.

El puño gigante se alzó en al aire, dejando tras sí los restos aplastados en un pequeño cráter. La enorme extremidad comenzó a brillar y de repente, después de un destello de luz cegadora, una figura humanoide femenina y musculosa, envuelta en un extraño traje plateado y rojizo, con un extraño orbe en el pecho y un casco de ojos insectoides dorados se encontraba en el centro del hangar.

Justo delante de Meredith.

La extraña indumentaria comenzó a desvanecerse en leves partículas de luz azulada, dejando ver a una mujer atliana joven, de piel azulada, ojos ámbar, y una altura y físico poco habituales para su especie, enfundada en una camiseta blanca de tirantes, pantalones negros y botas.

La recién llegada sonrió, como si se alegrase de veras de ver a Meredith.

“Meredith Alcaudón, supongo", dijo, "Me llamo Dovat." 

jueves, 17 de noviembre de 2022

093 DÍA SEGUNDO (III)

 

Avarra.

Keket sonrió al oír el crujido del suelo cristalizado bajo sus pies.

La Reina de la Corona de Cristal Roto no necesitaba respirar. No lo había necesitado desde hace eones. Pero se permitió cerrar sus ojos y tomar aire por su nariz, apreciando el aroma de la destrucción a su alrededor al tiempo que deleitaba a sus oídos con la cacofonía resultante.

En los cielos, su pirámide, su tumba original, había descendido a las capas más bajas de la atmósfera para hacer compañía a su hermana menor de mayor tamaño, cabeza de lanza de su ataque en aquel mundo.

Podía sentirlas, una hacia el norte, la otra ya cercana al ecuador del planeta. Podía oír los gritos del metal desgarrado de las naves de la enorme flota que rodeaba Avarra intentando frenarlas. Sus pirámides habían comenzado a arrojar pilares con esquirlas a las mismas naves de la armada del Concilio, y Keket pudo saborear el pánico creciente del enemigo a través del Canto.

El Canto se estaba volviendo más fuerte en aquel rincón del cosmos y supuso un bálsamo a la puñalada de dolor que sintió un par de horas antes con la destrucción de su primer territorio tomado. Crecía hora tras hora, cuando sus esquirlas tomaban a más y más habitantes de Avarra en su seno.

Rezagados de la evacuación, necios cegados por la falsa seguridad de sus refugios, soldados enviados a la superficie para frenar su avance… Todos caían más pronto que tarde. Todos se alzaban de nuevo como una voz recién nacida en el coro.

Keket abrió de nuevo sus ojos, saliendo de su ensimismamiento, y centró de nuevo todos sus sentidos en su labor.

Se encontraba en el centro del cráter que su propio poder había creado al arrasar de un único ataque la ciudad-capital del planeta. Varios miles de kilómetros cuadrados se habían convertido en un erial cristalizado que se hundía hacia su centro.

Solo en los bordes se conservaban aún restos dañados de las infraestructuras y edificaciones de lo que había sido una gigantesca urbe.

Keket había destruido la ciudad y creado aquel enorme cráter de miles de kilómetros de envergadura por dos razones.

La primera era, de forma bastante obvia y tosca si debía admitirlo, una mera muestra de fuerza. El miedo debía haber surtido mejor efecto del esperado porque la flota del Concilio ni siquiera había intentando mandar a ninguna nave a por ella, eligiendo centrarse en asegurar su dominio del aire y otras zonas del planeta. Y fallando en ello.

La segunda razón…

Keket llevó su mano a su frente ya acarició el fragmento quebrado de su corona. No había sido aquí, hace ya tanto tiempo, donde la perdió. Tampoco era aquí donde perdió su rastro tras matar a los dos últimos Rangers del escuadrón que había tenido el atrevimiento de herirla.

Pero podía sentirla en Avarra, en ese mundo. La pieza perdida de su corona cuya ausencia tanto había mermado su poder. Cuando la tuviese de nuevo consigo… si, eso garantizaría su victoria sin nada que pudiese ponerla en duda.

Arrodillándose, Keket posó su mano derecha sobre el suelo y se concentró. El cristal ambarino de su corona quebrada brilló por un instante para luego perder su color, ennegrecido por una sombra interior.

Una energía invisible fluyó de la corona hasta el brazo de Keket, y descendió a través del mismo hasta la palma de su mano y las puntas de sus dedos. Y desde ahí, se hundió en el suelo y un eco del Canto comenzó a reverberar por el planeta.

Algo respondió, un sonido quedo, un eco de dolor apagado en lo profundo. Keket sonrió de nuevo, sabiendo que estaba más cerca que nunca de…

Los pensamientos de celebración de la Reina se cortaron en seco cuando una descarga de plasma comprimido estalló justo en su sien izquierda, envolviéndola a ella y todo a su alrededor en un radio de cinco metros en una bola de fuego azulado.

Más disparos similares de unieron, sin dar cuartel.

Los soldados responsables iniciaron el ataque desde el mismo momento en que abandonaron sus lanzaderas, las cuales alzaron el vuelo dejándolos atrás en busca de un área de espera más segura. 

Se trataba de al menos una docena de tropas de asalto blindadas del Concilio, todos miembros de distintas especies dado lo variado de sus estaturas y morfología a pesar de lo homogeneizante de sus uniformes, dejándose caer sin agarre y confiando en sus armaduras tácticas para absorber el impacto contra el suelo, abriendo fuego sobre la enemiga mientras descendían.

Quizá creían que era una esquirla cualquiera. Quizá sabían quién era pero no habían tomado consciencia de a qué se enfrentaban realmente.

Incluso tras tocar tierra siguieron disparando al mismo punto en el centro del cráter en el que ella se había encontrado, comenzando a reagruparse en formación.

El jefe de escuadrón, con un sello dorado distintivo en su hombrera izquierda, alzó el puño en una señal de alto el fuego. Los disparos cesaron, pero no lo hizo la vigilancia del grupo, manteniendo sus armas apuntadas a lo que era ahora una nube de humo y escombros comenzando a disiparse.

Finalmente, un contacto visual fue posible con la posición del objetivo. Por desgracia no pudieron  celebrar su éxito pues el punto del cráter que acaban de arrasar estaba totalmente desierto.

Uno de los soldados situado en la retaguardia, un barteisoom de cuatro brazos que a pesar de su altura era el más joven del destacamento, se atrevió a romper el silencio…

“Joder… ¿La hemos volatilizado?”, preguntó con un susurro.

“No”, respondió una voz femenina, alta y clara, a sus espaldas, “Y lo que habéis hecho ha sido muy grosero.”

El joven soldado sintió un dolor punzante y frío. Notó como sus pies se despegaban del suelo cuando alguien a su espalda lo levantó con una fuerza descomunal.

Por algún motivo eso le causó más extrañeza que  el afilado aguijón de cristal que había surgido en su pecho desde su espalda, atravesando su armadura blindada como si esta fuese tan blanda como una nube. Afortunadamente no llegó a sentir el dolor… y si lo hizo, duró poco. Pudo oír los gritos de sus compañeros replegándose, y nuevos disparos, nuevos muros de fuego estallando, pero eran un sonido y una sensación cada vez más lejanos…

… no como esas otras voces. Le daban la bienvenida, cantando. Quería unirse a ellas.

Keket pudo sentir el murmullo de una nueva esencia uniéndose al Canto, proveniente del soldado al que había ensartado por la espalda tras emerger desde la masa cristalina del suelo.

Parece que será una hermosa nueva voz, se dijo, al tiempo que lo dejaba caer inerte al suelo y dirigía su atención al resto de sus atacantes.

No había en ella ningún rasguño visible ni la más miserable señal de que hace unos segundos había sido alcanzada de lleno en el rostro por un disparo de una de las armas unipersonales más potentes de la galaxia.

Uno de los soldados gritó algo, con furia. Keket desconocía si se trataba del nombre de su camarada o era un exabrupto malsonante dirigido a ella. Bueno, no le importaba demasiado.

Púas cristalinas emergieron del cuerpo de la Reina Crisol y volaron, dispersándose por el aire y empalando al menos a otros cinco combatientes, quienes cayeron emitiendo gritos de ahogado dolor. Torso, gargantas, cabezas… no importaba cuánto variasen morfológicamente, en muchas especies esas eran áreas siempre importantes. Siempre vitales.

El resto del escuadrón se había replegado, aumentando la distancia entre ellos y Keket. De los seis soldados aún en pie, unos habían esquivado las púas de cristal por pura fortuna. Otros, como el jefe del escuadrón, habían dado muestras de reflejos y talento innato.

Keket les habría aplaudido y hasta concedido una mísera cantidad de respeto, pero la triste realidad era que a pesar de sus virtudes, suponían poco menos que una distracción divertida.

“Lo siento”, dijo la Reina con un suspiro de hastío, “Distáis mucho de ser un reto digno de consideración.”

Los soldados no respondieron. El jefe de escuadrón ladró una orden alta y cristalina.

“¡Fuego! ¡Con todo!”

“Y la verdad”, prosiguió Keket como si no hubiese oído la orden de ataque, “Me estáis haciendo perder el tiempo, por escaso divertimento que podáis proporcionarme.”

Los seis soldados supervivientes abrieron fuego.

Keket levantó las cejas, con una media sonrisa burlona en su rostro. Extendió su brazo derecho, con la palma de su mano abierta.

Y las descargas de plasma se detuvieron en el aire.

Múltiples disparos, un enjambre de emisiones de energía de repente paralizadas. No estaban plenamente estáticas, temblando y chisporroteando con energía contenida que crecía en inestabilidad. Aparte de eso, flotaban así inertes en el aire sin moverse del sitio, sin alcanzar su objetivo.

Un objetivo, Keket, que acababa de hacer gala de una muestra de telequinesia que iba más allá de nada que existiese o fuese conocido.

Un silencio sepulcral cayó en el lugar. Los cascos de sus armaduras de combate ocultaban los rostros de los soldados, pero sin duda la sorpresa, el terror y la incertidumbre habrían de ser las emociones dominantes.

Algunos se habían quedado tan paralizados como sus fallidos ataques. Otros temblaban visiblemente. Uno de los soldados había comenzado a retroceder lentamente, paso a paso. Parecía que en cualquier momento arrojaría su rifle de plasma y se echaría a correr.

El silencio fue quebrado por un sonido desagradable que trajo una sonrisa sincera al rostro de Keket.

Los seis soldados supervivientes presenciaron con horror indescriptible como sus compañeros caídos habían comenzado a levantarse del suelo.

El joven barteisoom fue el primero. Sus movimientos espasmódicos al principio, sus articulaciones crujían y se contorsionaban. Púas de afilado cristal negro y grisáceo comenzaron a surgir a través de su armadura, la cual comenzó a caer en parte a piezas junto con los restos desgarrados y sanguinolentos de la ropa de protección interna y de la epidermis.

Dejando a la vista solo el cristal.

El mismo fenómeno comenzó a darse con los otros cinco, con las púas aún clavadas en sus cuerpos pareciendo disolverse en o fundirse con la carne que las rodeaba. Seis nuevas esquirlas para el Canto. Engendradas directamente por la Reina. Sus nuevas vidas serían vidas de honor.

Seis. Una idea cruzó la mente de Keket.

Un sonido sordo y metálico resonó, señalando la caída del arma del soldado más acobardado de entre los supervivientes. No había huido corriendo, cayendo de rodillas presa de la histeria. Murmullaba algo repetidamente a pesar de la voz creciente y alarmada del jefe de escuadrón ordenándole que se callase.

Keket decidió ponerle punto y final al asunto.

“Ya tengo a seis”, dijo, “Temo que sobráis.”

En su brazo aún extendido, Keket cerró su puño.

Y las descargas de plasma volaron de nuevo, volviendo por donde habían venido. Cayeron como una lluvia de muerte sobre los desafortunados soldados, fundiendo sus armaduras, carnes y huesos en masas carbonizadas e inertes. Ni siquiera hubo tiempo para gritar. 

Keket se giró de nuevo hacia sus seis esquirlas recién nacidas. Había pasado mucho tiempo desde que había usado la asimilación de una forma tan directa y tosca, pero la Reina decidió que aquello no tenía por qué ser algo malo.

Hacía aún más tiempo desde que había experimentado de forma directa con sus retoños. Decidió en aquel momento que alteraría a aquellos seis. Serían una auténtica Guardia Real, dignos de su Majestad y más poderosos que cualquiera de sus otras creaciones.

Sus esquirlas normales eran fuertes y efectivas, pero lo sucedido el día anterior… si, es posible que antes de que encontrase los restos de su corona a Keket le vendría bien su propia fuerza de elite.

Un sentimiento acertado, pues en ese momento sintió las explosiones de poder materializándose en la lejanía.

La reina alzó la vista y percibió los seis destellos multicolores en las capas más altas de la atmósfera. Casi pudo oír el rugido de las bestias draconianas. Algo parecido a la preocupación quiso aflorar en su pecho.

No tendrán reparos en destruir el planeta y a todos tus retoños con él.

No lo permitiría.

Keket bajó la vista de nuevo. Atendiendo a su voluntad a través del Canto, las seis nuevas esquirlas se arrodillaron ante ella, con los restos de las armaduras de combate de los soldados que habían sido asimiladas y absorbidas en la masa cristalina creciente de sus cuerpos.

Zarcillos y filamentos de fino vidrio emergieron del pecho acristalado de la Reina de la Corona de Cristal Roto y se alargaron hasta hundirse en la nuca de sus nuevos sirvientes. Estaba dispuesta para moldearlos.

Tenía trabajo que hacer, y su nueva Guardia Real gozaría de un poder suficiente para hacer frente a los Riders.

jueves, 10 de noviembre de 2022

092 DÍA SEGUNDO (II)

 

Luna de IX-0900

La puerta de su celda se abrió. Legarias Bacta alzó la vista.

En el umbral, recortada por el resplandor de la tenue luz natural llegada del exterior, la figura de un individuo reptiloide –posiblemente un laciano– de gran envergadura sostenía un artilugio en sus manos con el que parecía haber fundido la cerradura.

Todo su cuerpo estaba cubierto en un traje negro, ajustado, con microfibras blindadas en torno a los principales puntos vitales. Un cinturón gris lleno de compartimentos adornaba su cintura, junto con una funda para un arma corta. Su cabeza estaba cubierta por un casco semitransparente que dejaba parcialmente visible el rostro crocodiliano tras el visor. Posiblemente contaba con capacidades de polarización que permitirían oscurecer el material y ocultar la identidad del operativo.

Pues si algo estaba claro, es que aquel recién llegado tenía que ser un miembro de los operativos. Cualquier duda al respecto se disipó con sus próximas palabras.

“¿Supervisor Bacta?”, preguntó.

Bacta se incorporó, soltando sus manos de las ya aflojadas correas de sujeción y haciendo un gesto de desempolvar sus ropas, para acto seguido estirar su espalda con un sonoro crujido de sus vértebras antes de lanzar una mirada irritada al operativo.

“¿Por qué habéis tardado tanto?”, preguntó, “¿Sabéis cuánto hace desde que marqué esa señal?”

“Señor, necesito verificar su…”

Bacta avanzó y situó su índice sobre el hocico cubierto del operativo laciano, silenciándolo.

“Avatus Petricor Zmeda 060200 Lemarchand”, dijo, “Y vuelvo a preguntarte ¿por qué habéis tardado tanto?”

“Nos encontramos en un sistema bastante remoto señor, lejos de la mayoría de nuestros teatros de operaciones habituales”, comenzó a explicar el operativo, “La señal taumatúrgica de su runa necesitó…”

“Excusas, excusas”, farfulló Bacta. En ese momento, un brillo extraño apareció en sus ojos y una sonrisa torcida y cruel adornó su hocico lobuno. Un sonido jadeante y entrecortado comenzó a surgir de su garganta.

El operativo laciano tardó unos segundos en darse cuenta de que era una risa.

“¿Señor?”

“En fin… ¿Cuántos sois?”, preguntó Bacta al tiempo que apartaba al laciano para salir de la celda. El supervisor de los operativos olisqueó el aire al salir, con una expresión irritada en su lupino rostro gobbore de pelaje blanco. Los olores en el aire eran extraños y había algo que no terminaba de encajar con lo poco que había captado desde el interior de la celda improvisada durante su involuntaria estancia.

Mientras tanto, el operativo laciano respondía a su pregunta, siguiendo sus pasos.

“La primera recepción de la señal fue por parte de uno de nuestros monitores en Murnasseya, se iniciaron los procedimientos estándar y el Sha Supervisor designado determinó que…”

Bacta se detuvo de golpe en el pasillo, haciendo que el operativo casi chocase contra él. El gobbore se giró y clavó una mirada furiosa e irracional en el laciano. Pese a ser éste más alto y de mayor envergadura, tuvo que reprimir el impulso de retroceder un paso.

“No te he pedido un puñetero informe. Ya lo leeré cuando me plazca. Solo quiero saber cuántos sois.”

“Uh… somos… un destacamento de nueve, señor”, comenzó el operativo, “Cuatro se han quedado en el punto de encuentro y extracción mientras que cinco procedimos con la operación para localizarle y asegurar su condición tras estar peinando el área durante los últimos días. Nuestras designaciones son…”

“Me importan un carajo vuestros nombres… Vamos, reunámonos con el resto de tu equipo.”

Avanzaron por el pasillo hasta llegar a lo que parecía una sala principal. Un tabique orientado al exterior había sido derrumbado parcialmente por una carga explosiva, dejando entrar al viento y lluvia desde la calle. El olor de la humedad intensa y la frialdad del aire irritaron aún más el hocico de Bacta.

Los otros cuatro operativos de aquel grupo se encontraban en la sala, rastreando la zona y sus accesos.

Por el contorno de sus figuras en sus trajes de combate negros, Bacta pudo distinguir a una mujer humana –o atliana– armada con una termoespada que resplandecía desprendiendo destellos dorados; otro era un varón vas andarte sosteniendo un rifle pesado que lucía desproporcionado en sus esbeltas manos; un simuras (nunca supo distinguir si aquellos pisciformes eran macho o hembra sin preguntar, ni siquiera son su olfato) con un arma corta individual, posiblemente de proyectiles acelerados; y en último lugar, una phalkata a la que el espeso plumaje azulado y verde lima de su cabeza se le escapaba del casco, jugueteando con la cerradura de una puerta al fondo de la habitación.

Cuando se percataron de su presencia lo saludaron con una formalidad casi marcial. Bacta los ignoró. Un individuo normal habría visto un signo de respeto o deferencia a un supervisor, pero la retorcida mente de Bacta solo veía una colección de parásitos aduladores.

El estar encerrado no lo había ayudado en cuestiones de estabilidad mental.

“¿Los habéis matado?”, ladró, “Hubiese querido al menos a un par vivos...”

Se produjo un silencio incómodo. Los demás operativos se miraron entre sí, tensos. El laciano a sus espaldas tosió levemente.

La phalkata fue la primera en hablar.

“No hay cuerpos, supervisor Bacta. Ninguno de sus captores estaba presente cuando procedimos al asalto de entrada.”

Una sensación fría y desagradable recorrió el espinazo de Bacta y el pelaje blanco del gobbore se erizó. Pero tenía que asegurarse…

“Tras la explosión escuché disparos. Si no había nadie ¿a santo de qué…?”

La atliana (o humana, el visor no permitía atisbar el color de su piel) se limitó a señalar el suelo con su espada, “Al entrar distinguimos una serie de figuras, de ahí la  descarga de disparos inicial, pero…”

Los ojos de Bacta se clavaron en aquello que señalaba sobre el suelo de la estancia, tras uno de los sofás.

Eran tres, acribillados por los proyectiles y  casi fundidos por las cargas calóricas de algunas de ellas.

Maniquíes. 

Tres miserables maniquíes de plástico barato, humanoides, cubiertos con ropajes viejos.

Bacta contuvo una risa histérica, no dando crédito a lo que tenía delante de sus ojos. Acto seguido, una oleada de furia lo invadió. Debió ser visible en su rostro pues la tensión aumentó en el lenguaje corporal de los cuatro operativos ante él.

El laciano a su espalda cometió el error de hablar.

“¿Señor?”

Bacta se giró, con un gruñido animal en los labios, y agarró al laciano por los hombros, tirando de él hacia abajo, aplastando su hocico contra el rostro cubierto por el casco y salpicándolo con saliva al gritar.

“¡ESTÚPIDOS SACOS DE MIERDA INCOMPETENTES!”

“¡Señor!”, gritó de nuevo el alarmado laciano. Pese a su mayor tamaño, Bacta parecía poder zarandearlo como si fuese un juguete de trapo.

“¡Os han visto venir! ¡Esa zorra de Alcaudón ha…!”, gritó Bacta.

“Supervisor Bacta”, interrumpió el vas andarte, “Es imposible que contaran con información de nuestra presencia. Los protocolos…”

Legarias Bacta empujó al laciano, haciéndolo caer al suelo y se giró hacia el vas andarte, señalándole con una de sus garras, “¿Los protocolos? ¿¡Los protocolos!? ¿Cómo el de malgastar días peinando el área dándoles una oportunidad de detectar vuestra presencia?”

Un bufido indignado escapó de los labios del vas andarte, “Eso es imposible señor, con nuestro entrenamiento…”

“¡UNA DE ELLOS ERA ALUMNA MÍA!”, estalló Bacta, “¿¡Cómo creéis que me capturaron para empezar!? ¿No se os ocurrió a ninguno de vosotros, hatajo de negados, revisar los últimos datos de mis operaciones? ¿Nadie tuvo en cuenta el nombre de Goa Minila y su ausencia?”

Su respuesta fue de nuevo el silencio. Bacta sacudió la cabeza con un gesto de desprecio, y jadeando agotado procedió a sentarse en el sofá, golpeando de una patada uno de los maniquíes antes de hacerlo.

“Desgraciados, imbéciles… a esto estamos llegando… años sin problemas cultivan a incompetentes que se creen infalibles y dejan de cubrir las bases…”, farfulló.

“Supervisor”, comenzó la voz de la mujer armada con la termoespada frente a él, “Quizá deberíamos reunirnos con los demás y comenzar la extracción”, dijo, señalando al boquete en la pared que daba al exterior.

Bacta echó un vistazo. Estaban al nivel de la calle. Fría, lluviosa y con viento, parecía desierta. Era de día, pero la luz era tenue y blanquecina y no parecía haber signos de actividad civil. Cuando se trasladaron allí, Alcaudón y Vastra-Oth se habían asegurado de que el operativo gobbore nunca pudiese determinar dónde se encontraba con exactitud.

Debían estar en una zona apartada de las áreas más pobladas. O quizá una en la que los vecinos sabían atender a sus propios asuntos y no meterse en los ajenos.

Bacta suspiró, algo más calmado.

“Si, si. En cuando haya descansado un minuto”, dijo. El gobbore pasó a centrar su atención en la phalkata, “Tú, ¿qué estabas haciendo con esa cerradura?”

La joven dio un pequeño respingo cuando los ojos del supervisor se posaron en ella.

“Uh… ¿estaba intentando abrirla?”

“Cuando te hagan una pregunta no respondas con otra pregunta”, gruño Bacta.

“Bueno… al asegurar la habitación nos percatamos de que la puerta estaba cerrada, y Kovas”, dijo, señalando al laciano, “tenía la única microcarga para su celda, así que estoy intentando forzar el sistema de cierre con un…”

“Vale, vale”, respondió Bacta sacudiendo una de sus manos en un gesto de desdén, “Sigue a ello, quizá hayan dejado algo que podamos usar…”

Se reclinó en el sofá e inspiró hondo, haciendo oídos sordos a los comentarios quedos de los demás operativos y al ruido de artilugios metálicos en la puerta al fondo.

El frío y la humedad empapada de salitre seguían taponando su nariz, pero los olores de la estancia estaban más claros ahora que se había calmado. Podía oler a Alcaudón, Vastra-Oth y Minila. No debía haber pasado mucho tiempo si sus olores aún tenían tanta viveza, tendrían que haberse ido apenas una hora antes del asalto.

Era un rastro fresco. Legarias Bacta sonrió. Si, quizá podría trabajar con aquello, si aún estaban en el planeta podía seguirles. Toda esa condenada lluvia no ayudaría, pero confiaba en sus habilidades. Los gobbore tenían fama de ser los mejores rastreadores de la galaxia por una razón.

Los chasquidos metálicos en la puerta y un quejido de frustración de la joven operativa phalkata atrajeron su atención un instante.

¿Por qué aquella puerta cerrada? ¿Algo que Alcaudón no podía asegurar antes de huir?

Inspiró de nuevo, intentó dejar de lado los olores ya identificados. Ir más allá y determinar que podía haber tras aquella puerta. Había algo en el aire al otro lado, en aquella habitación. Algo como ozono, restos de electricidad que casi podía saborear en su boca, una corriente de olor que…

Los ojos de Bacta se abrieron como platos al reconocer un olor.

Se levantó de golpe, y saltó por encima del sofá, sin media palabra ni dar un grito de alarma, ante el desconcierto de los demás operativos. Comenzó a correr hacia la pared derrumbada, hacia la calle…

… justo cuando la phalkata abrió la puerta con un clic…

La explosión del dispositivo adherido a la puerta la volatilizó, y llamas blancas absorbieron el interior de la estancia abrazando con lenguas ardientes a los operativos al tiempo que la fuerza de la explosión los arrojaba por el aire y destruía sus órganos internos.

Legarias Bacta se salvó, con la fortuna que a veces acompaña a las ratas y los miserables. Saltó por reflejo justo cuando la onda expansiva lo alcanzó. Lo arrojó por el aire atravesando el hueco en la pared en la que habría sido aplastado de no estar derribada.

Bacta cayó de bruces sobre el asfalto, casi al otro lado de la calle. Sintió la humedad del suelo pegada a su rostro magullado y se dio cuenta de que no estaba ileso. Apenas podía abrir su ojo izquierdo,  sus oídos pitaban y su hocico escocía con el olor del combustible.

Alcaudón. Había tenido que ser Alcaudón… La loca había usado una capsula de combustible para vehículos monoplaza. Había montado aquello sabiendo que curiosearían, había…

Intentó incorporarse, reprimiendo un quejido.

Sintió costillas rotas, sin duda al chocar contra el suelo, y al menos uno de sus brazos debía tener una fractura. No había ningún problema con los huesos de sus piernas, pero éstas eran un foco de dolor incandescente. Pudo ver que estaban cubiertas de quemaduras, su carne roja y ennegrecida, sin su pelaje y con restos de ropa fundidos a las heridas.

Su calzado también había desaparecido, dejando pies desnudos que se sentían como caminar sobre cristal afilado cuando finalmente se puso de pie.

Observó el edificio en el que había estado. Un almacén de un solo piso reconvertido en vivienda improvisada. Llamas y humo salían desde el hueco por el que había sido arrojado y también por las ventanas de cristales quebrados por la explosión. Pero aparte de eso la estructura aún parecía estable, sin peligro de derrumbe.

Al menos por el momento.

Tampoco parecía que ningún daño serio había afectado a las construcciones y viviendas circundantes.

Que atenta, pensó, Muy atenta, pensando así en sus vecinos.

Algo se movió entre el humo y las llamas. El movimiento vino acompañado por una tos seca y jadeante.

El mismo operativo que lo había sacado de su celda emergió a través de la apertura de la pared, trastabillando antes de caer de rodillas en el exterior.

Comenzó a toser y a escupir sangre. Su casco estaba quebrado dejado su crocodiliano rostro laciano al descubierto, con una profunda quemadura cubriendo su lado izquierdo. Su traje había desaparecido de cintura para arriba, dejando visible un torso desnudo cubierto por las escamas metalizadas propias de su especie.

En circunstancias normales dichas escamas habrían tenido un cierto brillo grisáceo, pero ahora lucían ennegrecidas. Carbonizadas.

Bacta sacudió su cabeza, incrédulo. Sabía que los lacianos eran duros de roer, pero aquel debía tener también una suerte del demonio.

Se acercó hasta él, cojeando.

“¡Eh! ¡Operativo!”, llamó, “¿Eras Kovas, no?”, preguntó, haciendo el esfuerzo de recordar el nombre mencionado por la desafortunada phalkata hace apenas unos minutos.

“¿S… supervisor?”, preguntó, con la mirada ligeramente vidriosa.

 “¿Puedes levantarte, Kovas?”

“Creo… creo que sí, señor. Los demás… intenté sacar a Nyxa, pero su torso se derritió por la mitad, yo…”

Bacta chasqueó unos dedos frente al rostro reptiliano del joven, atrayendo su atención.

“Está muerta. Y los demás ¿Vas a estarlo tú también o vas a completar tu misión? ¿Funciona tu comunicador?”

El laciano se incorporó, con un gruñido de dolor, al tiempo que se llevaba una mano a su cinturón, rebuscando en sus compartimentos. Sacó un objeto negro, pequeño, del tamaño de un pulgar humano. Presionó en un extremo del mismo y un chasquido de estática resonó al tiempo que tres luces verdes iluminaban el dispositivo.

“Funciona…”, respondió.

“Bien. Esto es lo que vamos a hacer. Vas a llamar a tus compañeros en reserva, los que esperan en el área de extracción. Los instarás a reunirse aquí con nosotros y a que traigan todo su equipo. Y yo seguiré el rastro de los cabrones responsables de esto ¿entiendes?”

Kovas asintió, la expresión aturdida desapareciendo de su rostro y siendo substituida por algo más sombrío.

“Los responsables de esto…”, musitó.

“Si, chico”, replicó Legarias Bacta con una sonrisa torcida y grotesca, haciendo caso omiso del dolor en su rostro hinchado y de las lágrimas que escapaban de sus desquiciados ojos por el dolor de sus piernas.

“Vamos a terminar con esto de una puta vez.”